Sudáfrica supera el medio millón de casos
El país registra la mitad de contagios del continente y es el quinto en el mundo con más infecciones por detrás de naciones mucho más pobladas como Estados Unidos, Rusia o India
“Lleva semanas ingresada”. Patricia Njozela la mira con ternura, con dolor. La paciente, cuerpo pequeño y pelo blanco rizado, duerme. Está lista para el alta, ha superado la covid-19, pero la gran noticia ha topado con una desgracia. “Su hija ha muerto”, susurra Njozela, la trabajadora social que acompaña a la anciana durante su ingreso en el hospital de campaña habilitado para los casos de covid-19 en el barrio popular de Khayelitsha, en Ciudad del Cabo. Ella hace el enlace entre los pacientes y sus familias, transmite emociones y preocupaciones, durante una enfermedad en la que la dolencia por la distancia con los seres queridos acompaña la fiebre, la falta de aire y el miedo. El país ha superado este primero de agosto el medio millón de casos, más de la mitad del continente, y el golpe de la pandemia para Njozela, para la anciana y para Sudáfrica, llegan tanto desde dentro como desde fuera de los hospitales.
En el vestíbulo del hospital —antes de la epidemia era un gimnasio— un grupo de enfermeras toma un descanso. La luz dorada del atardecer baña sus fiambreras. La pared es de cristal y llega hasta el techo. Ellas, desde el ventanal, ven el barrio. Pero el barrio no las ve a ellas. Fuera, rugen de nuevo los minibuses, atiborrados de pasajeros con máscara. Hay cola en el supermercado y también para recoger las ayudas sociales; el tráfico es denso en Spine Road, la espina dorsal de un barrio que se extiende con 40 kilómetros cuadrados de casas de lata. Khayelitsha es el asentamiento informal más grande de Sudáfrica, es el segundo con más asesinatos de todo el país, según las nuevas cifras recién publicadas, y es también donde viven miles de los trabajadores esenciales que están en primera línea en la lucha contra el virus. Como Patricia Njozela, desde el hospital de campaña, o como Zukiswa Kondlo, que surca Ciudad del Cabo y todas sus desigualdades a golpe de sirena y acelerador.
Kondlo salta de su ambulancia. “Estoy agotada”, suspira. Por fin llega a la base, acaba la jornada. Hace turnos de 12 horas y prefiere los nocturnos porque ahora, como hay toque de queda a partir de las nueve de la noche. “Son mucho más tranquilos que los diurnos”. Su rutina suelen ser tiroteos, accidentes de coche o crisis cardíacas, aunque ahora ya casi todos los casos que transporta son de coronavirus. Ella es paramédica, es decir, navega todos los rincones de la ciudad con su ambulancia, atendiendo a todo tipo de emergencia y en todo tipo de barrios. Entra en mansiones, entra en chabolas. Y ahora va y viene transportando a los positivos de covid-19 entre hospitales, domicilios, centros de cuarentena; y morgues.
El tío de Kondlo ha muerto de covid-19 y su compañero de ambulancia —siempre trabajan en equipos de dos— ha estado infectado. Kondlo tiene el virus muy presente y se le acerca cada día, pero dice no tener miedo, porque ha vivido "cosas mucho peores que este coronavirus", confiesa enfundada en el uniforme verde de emergencias. A sus 37 años y en primera línea de pandemia, en el quinto país con más infectados del mundo, Kondlo tiene más miedo de enviar a su hija a la escuela en transporte público que del virus. Su trabajo es arriesgado, pero su vecindario, también. “Tengo un desván escondido en mi cabeza, donde cierro con llave todo aquello que he visto y vivido y que es difícil de digerir; incluso los casos con menores que, para mí, son los más complicados”. Así, puede volver a casa y ocuparse de sus hijas.
La precariedad de un sistema de salud público al que le falta personal, herramientas y recursos tenía ya bajo tensión a pacientes y sanitarios antes de la epidemia
Para su compañero, Ntentema, la covid-19 tampoco está entre las mayores de sus preocupaciones. Él está traumatizado y tiembla cada vez que entra a una de las llamadas “zonas rojas”. Ciudad del Cabo es una exhibición abierta de las desigualdades que cicatrizan en el país. Los extremos se tocan y la montaña, vigía, tiene a sus pies tanto los lujos de Camps Bay como la violencia de los Cape Flats, la explanada donde se concentran seis de los diez barrios con más criminalidad del país, entre ellos, Khayelitsha. A Ntentema ya le han atacado dos veces a punta de pistola y reconoce que a veces está más pendiente de lo que pueda pasarles en la ambulancia que del paciente. Él también piensa primero en su hijo y tiene la sensación que tiene más posibilidades de fallarle por un disparo que por la covid-19, a pesar del ritmo de contagio que lleva Sudáfrica, que este sábado 1 de agosto ha superado el medio millón de infectados.
A Ntentema le desplegaron al aeropuerto en marzo, cuando Europa sucumbía al coronavirus y en Sudáfrica se detectaban los primeros casos. Escaneaba a los pasajeros que llegaban desde Europa y desde China. Entonces, Ciudad del Cabo estaba en pleno verano, él tomaba la temperatura a turistas con ganas de sol y sudafricanos de vuelta a casa. Fue entonces, y por este aeropuerto, cuando el virus entró en la ciudad, que ha sido el gran foco del continente durante la primera fase de la epidemia. Y cinco meses más tarde se ha extendido por las barriadas donde hay menos acceso a la salud. La mortalidad oficial en Sudáfrica es baja, pero las 17.000 muertes de más “por causa natural” que se han registrado este año, en comparación con el anterior, indican que el coste en vidas puede ser mucho más alto que el contabilizado.
La silueta del hospital de Tygerberg es imponente incluso cuando ya ha oscurecido. A sus pies, un grupo de conductores de ambulancia charlan distendidos, café en mano para combatir la noche, que está helada. El de Tygerberg es el segundo hospital más grande de Sudáfrica, es el que concentra más casos graves de covid-19 en el Cabo y donde se almacenan la mayoría de cuerpos que no lo han superado. Además, es la sede de la nueva morgue especial para covid-19 con 624 plazas. “Todos tenemos miedo, pero lo hemos ido gestionando”, dice Tracey Blankenberg, una de los paramédicos. Ahora siente que tiene la ansiedad “más controlada que al principio”, aunque la cifra de muertos sigue subiendo. Y para ello, “ha sido fundamental el estar muy pendientes unos de los otros, más allá de lo profesional”. Al Equipo A, del que forma parte Blankenberg, se le siente la buena sintonía. Hay bromas, risas y buen ambiente. Hay flores cuando alguien se infecta y apoyan a las enfermeras del hospital cuando, desbordadas, les piden ayuda.
Para la médica Celeste Yonke, la capacidad y la resiliencia de los sudafricanos que trabajan en el campo de la salud “es excepcional”. La precariedad de un sistema de salud público al que le falta personal, herramientas y recursos tenía ya bajo tensión a pacientes y sanitarios antes de la epidemia. Ahora, se ahogan, se manifiestan, y se infectan. En esta Sudáfrica de doble estándar, también la salud tiene dos circuitos. Con la misma cantidad de dinero que el sistema privado atiende al 15% de la población, el sistema público tiene que ocuparse del otro 85%. Y la información de lo que está pasando dentro de centros de salud públicos y de cuarentena está sellada en estos tiempos de pandemia. El de Khayelitsha, que Celeste dirige, está integrado en la red provincial del Cabo Occidental, pero está gestionado por Médicos Sin Fronteras.
Máscaras y chabolas
El duro confinamiento de los primeros meses se ha relajado, para evitar que sea el hambre el que mate antes que el virus, aunque la mitad de los hogares tiene dificultad para adquirir comida
La inspectora de salud entra a la pequeña tienda atiborrada de escobas y patatas fritas. En las estanterías hay arroz, azúcar, harina y latas. Pero también hay bolsas que cuelgan del techo, yoyós, trapos, todo lo que los vecinos necesiten. Es una spaza shop, los comercios informales de barrio que abastecen a la mayoría de la población en los suburbios más desfavorecidos. “No puedes tener comida en suelo, hay que levantarla al menos con un palé”, indica, mientras revisa el bote desinfectante. A su trabajo habitual: circular por calles de reputada criminalidad en Khayelitsha y revisar que las tienditas cumplan las medidas sanitarias, se le añade ahora la tarea de intentar controlar los contagios en estos puntos por donde pasan todas las manos. A por mandarinas, a por lejía, a por chicles.
El desempleo (afecta a un tercio de la población en edad laboral) y la informalidad ya eran un lastre antes de la epidemia; ahora, tras uno de los confinamientos más duros del mundo y el golpe económico en todos los sectores, tres millones de sudafricanos han perdido el trabajo. Muchos han tenido que abandonar sus casas, ya precarias, y están construyendo chabolas aún más pequeñas, formando nuevos asentamientos —en Ciudad del Cabo ya hay uno que se llama “COVID” y otro “desinfectante” y, sin dinero para transporte, las spaza shops son las tiendas más cercanas donde abastecerse. Hay más de 100.000 en todo el país.
Los estragos han afectado desde a South African Airways, la aerolínea nacional que ya estaba al límite y que ha hecho fallida con la estocada final de la epidemia, hasta pequeños comercios, pasando por el turismo, que está cerrado, como las fronteras. Hace cinco meses que Sudáfrica convive con el coronavirus. Y cuatro que la vida diaria tiene restricciones. El duro confinamiento total de los primeros meses se ha relajado, para evitar que sea el hambre el que mate antes que el virus, aunque la mitad de los hogares ya tiene dificultad para adquirir comida, y las calles han vuelto a un amago de normalidad con máscaras y sin alcohol, con toque de queda y pérdidas de trabajo.
Como cuenta Patricia Njozela, las preocupaciones de los pacientes del hospital de campaña de Khayelitsha van más allá del miedo a morirse. “Muchas de las mujeres ingresadas sufren porque ellas son las beneficiarias de las ayudas sociales que sustentan a sus familias y les preocupa no poder salir a recogerlas”. La ola de solidaridad comunitaria abruma, ante una tormenta que está tocando todos los pilares: el económico, el social, el emocional. Hay centenares de comedores improvisados para repartir sopa entre los vecinos, y la generosidad de miles de individuos, como la de Njozela, están marcando el pulso contra la covid-19. Njozela está al frente a pesar de ser de riesgo. Es seropositiva. “Al principio me dije ¿por qué arriesgarme, siendo crónica? Pero después pensé: cuando yo estuve grave, alguien estuvo allí para ayudarme y me salvó la vida. Yo, ahora, quiero hacer lo mismo”.
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