Toni Morrison, Trump y las rodillas
La escritora tenía razón al vaticinar lo que sería el presidente de EE UU: violencia racista elevada a política de Estado.
El 21 de noviembre del año pasado, seis meses más cuatro días antes de que George Floyd fuera asesinado por un policía en Minneapolis, asistí en Nueva York a una conmemoración en honor de Toni Morrison, que había muerto el 5 de agosto anterior. El evento tuvo lugar en Saint John the Divine, en Nueva York, una de las seis catedrales más grandes del mundo a pesar de que no está del todo terminada. Cada espacio de la nave principal, salvo por un corredor en el centro, estaba cubierto de sillas plegables, apretujadas de una forma que hoy, en nuestros tiempos de pandemia, ya parece pertenecer al pasado. David Remnick, editor de The New Yorker, fue el primero en hablar sobre la vida y la obra de Toni Morrison; y lo que dijo en ese momento me ha vuelto a la memoria en estos días, mientras Estados Unidos anda, una vez más, enfrentándose como puede al más terrible de sus muchos demonios: el racismo endémico.
Remnick comenzó hablando de la vez que la llamó para pedirle un artículo. Morrison, que tenía un sentido envidiable de las prioridades, le dijo en su tono más afable: “No puedo, cariño. Estoy horneando una torta”. Pero mucho después, tras las elecciones de 2016, The New Yorker convocó a una serie de escritores e intelectuales para que trataran de encontrarle un sentido a lo que acababa de suceder: “Para que explicaran lo inexplicable”, dijo Remnick. Pero añadió: “Para Toni Morrison, lo sucedido no era inexplicable”. Esta es su respuesta a la solicitud de la revista, tal como la leyó Remnick esa tarde de noviembre en Saint John the Divine: “Tan aterradoras son las consecuencias del colapso del privilegio blanco que muchos estadounidenses han acudido a una plataforma política que apoya y traduce la violencia contra los indefensos como señal de fuerza. Estas personas no están enojadas tanto como aterrorizadas: el suyo es el tipo de terror que hace temblar las rodillas”.
No he podido atravesar estos días —estos días de toparme una y otra vez con la rodilla del policía blanco que le corta la respiración a George Floyd— sin pensar en esas rodillas temblorosas de miedo de las que hablaba Toni Morrison. Han sido casi cuatro años del racismo sistémico de la Administración de Trump y del Partido Republicano: cuatro años de violencias racistas elevadas a política de Estado, cuatro años de ver niños centroamericanos en campos de concentración (pues las jaulas de la frontera lo son, para todos los efectos prácticos, como ya escribió Alberto Manguel y firmamos muchos en The New York Review of Books) y de ver enseguida a jóvenes negros que mueren asesinados. Pero no los asesinan policías, como ocurrió en el caso de Floyd, ni civiles armados que parecen directamente salidos del Ku Klux Klan, como en el caso de Ahmaud Arbery. Los asesina una mentalidad brutal: una manera de entender el mundo —la del supremacista blanco— que siempre ha estado ahí, pero que hoy tiene el poder.
Han sido cuatro años, en fin, de ver todos los días que Toni Morrison tenía razón. Los votantes de Trump no están enojados, como se nos decía machaconamente antes, sino aterrorizados por el mundo blanco que se les escapa, azuzados por los comentaristas de Fox News. La violencia contra los indefensos traducida como señal de fuerza: hace cuatro años, Morrison definió para siempre lo que sería el Gobierno de Trump: miedo, violencia, cobardía y crueldad.
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