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Nadie imaginó su enorme dimensión

Imagen de microscopio del SARS-CoV-2
Imagen de microscopio del SARS-CoV-2NIAID

La virología es una ciencia joven. Desde que se definió a los virus como algo “vivo y contagioso” en 1898, las investigaciones no han cesado.

Allí donde los científicos posan la mirada —ya sea en las profundidades de la Tierra, en los granos de arena que el viento arrastra desde el Sáhara o en los lagos ocultos que reposan a un kilómetro y medio por debajo de los hielos de la Antártida— descubren nuevos virus, a un ritmo superior del que permite descifrarlos. Y la virología es todavía una ciencia joven. Durante miles de años, nuestro conocimiento de los virus se limitó a sus efectos en la enfermedad y la muerte. No fue hasta hace poco que aprendimos a vincular estos efectos a sus causas.

El propio término virus empezó como una contradicción. Lo heredamos del Imperio romano, cuando se utilizaba para referirse tanto al veneno de una serpiente como al esperma de un hombre. La creación y la destrucción unidas en una sola palabra.

Con el transcurso de los siglos, la palabra virus adquirió un nuevo significado: pasó a definir cualquier sustancia contagiosa susceptible de diseminar una enfermedad. Podía hacer referencia a un fluido, como la secreción de una úlcera. Podía hacer referencia a una sustancia que circulara de forma misteriosa por el aire. Podía incluso llegar a impregnar un trozo de papel, diseminando una enfermedad a partir del mero contacto dactilar.

La acepción moderna del término virus no empezó a cuajar hasta finales del siglo XIX, a raíz de una catástrofe agrícola. Las plantaciones de tabaco de los ­Países Bajos se vieron asoladas por una enfermedad que dejaba a las plantas diezmadas, sus hojas reducidas a un mosaico de tejidos muertos y vivos. Tuvieron que ­desecharse plantaciones enteras.

En 1879, los granjeros holandeses solicitaron ayuda a un joven químico especializado en agricultura llamado Adolf Mayer. Mayer estudió con detenimiento la plaga, a la que bautizó como virus del mosaico del tabaco. Analizó el ambiente en el que crecían las plantas: el terreno, la temperatura, la luz solar. Fue incapaz de hallar nada que distinguiera a las plantas sanas de las enfermas. Pensó que quizá las plantas eran víctimas de una infección invisible. Los científicos que estudiaban las plantas ya habían demostrado la capacidad de los hongos para infectar tubérculos y otras plantas, por lo que Mayer buscó hongos en las plantas del tabaco. No encontró nada. Luego buscó gusanos parasitarios que pudieran estar infestándolas. No encontró nada.

Por último, Mayer extrajo savia de las plantas enfermas e inyectó algunas gotas en las sanas. Las plantas sanas enfermaron. Mayer reparó en que algunos patógenos microscópicos debían de estar multiplicándose en el interior de las plantas. Extrajo savia de las plantas enfermas y la incubó en su laboratorio. Colonias de bacterias empezaron a crecer. Alcanzaron tal tamaño que Mayer fue capaz de verlas sin necesidad de recurrir al microscopio. Después injertó estas bacterias en las plantas sanas, preguntándose si propagarían la enfermedad del mosaico del tabaco. No hicieron nada parecido. Con este fracaso las investigaciones de Mayer llegaron a un punto muerto. El mundo de los virus quedó precintado.

Unos años más tarde, otro científico holandés, Martinus Beijerinck, reemprendió el trabajo de Mayer en el punto en el que este lo había dejado. Se preguntó si otra cosa que no fueran las bacterias podía ser responsable de la enfermedad del mosaico del tabaco, quizá algo mucho más pequeño. Pulverizó plantas enfermas y pasó el fluido a través de un filtro muy fino que bloqueaba tanto las células de las plantas como las bacterias. Al injertarles el fluido depurado, las plantas sanas enfermaron.

Beijerinck filtró el jugo de las plantas recién infectadas y descubrió que podía seguir infectando más tabaco. Algo contenido en la savia de las plantas infectadas —algo de menor tamaño que las bacterias— era capaz de replicarse y propagar la enfermedad. En 1898, Beijerinck lo llamó “un fluido vivo y contagioso”.

Lo que fuera que transportaba aquel fluido vivo y contagioso era diferente a cualquiera de las formas de vida conocidas por los biólogos. No solo era inconcebiblemente pequeño, sino también asombrosamente fuerte. Aunque Beijerinck añadiera alcohol al fluido filtrado, este seguía siendo infeccioso. Calentar el fluido hasta llevarlo cerca del punto de ebullición tampoco le causaba daño alguno. Beijerinck empapó papel de filtro con savia infecciosa y lo puso a secar. Al cabo de tres meses, podía sumergir el papel en agua y emplear la solución para conseguir que enfermaran nuevas plantas.

Beijerinck recurrió al término virus para definir el misterioso agente que habitaba en aquel fluido vivo y contagioso. Fue la primera vez que se empleó en su concepción actual. En cierto sentido, sin embargo, Beijerinck lo usó como una forma de definir a los virus por lo que no eran. No eran animales, plantas, hongos ni bacterias. Decir con exactitud lo que eran quedaba fuera de sus capacidades.

Pronto se puso de manifiesto que lo que Beijerinck había descubierto era solo un tipo de virus entre una gran variedad. A principios del siglo XX, otros científicos emplearon el mismo método de filtros e infecciones para relacionar diferentes enfermedades con diferentes virus. Con el tiempo aprendieron a cultivar algunos virus fuera de animales vivos y plantas, utilizando únicamente colonias de células que crecían en platillos o frascos.

Pero estos científicos seguían sin ponerse de acuerdo sobre qué eran en realidad los virus. Algunos argumentaban que no eran más que sustancias químicas. Otros pensaban que se trataba de parásitos que crecían en el interior de las células. La confusión en torno al tema era de tal magnitud que los científicos ni siquiera se ponían de acuerdo sobre si los virus estaban vivos o muertos. En 1923, el virólogo británico Frederick Twort declaró: “Resulta imposible definir su naturaleza”.

Esta confusión empezó a disiparse gracias al trabajo de un químico llamado Wendell Stanley. Como estudiante de Química en la década de 1920, Stanley aprendió a combinar moléculas para generar patrones recurrentes, formando así cristales. Los cristales eran capaces de revelar cosas acerca de las sustancias que, de otro modo, habrían permanecido ocultas. Los científicos podían lanzar Rayos X a los cristales, por ejemplo, y observar la dirección que tomaban los rayos reflejados. Los patrones producidos por los Rayos X ofrecían pistas sobre las moléculas en el interior de los cristales.

A principios del siglo XX, los cristales ayudaron a resolver uno de los mayores misterios de la biología: la composición de las enzimas. Desde hacía mucho tiempo, los científicos sabían que las enzimas eran producidas por animales y otros seres vivos con el objetivo de desempeñar diversas tareas, como descomponer los alimentos. Al crear cristales a partir de enzimas, los científicos descubrieron que estas estaban compuestas de proteínas. Stanley se preguntó si los virus no serían también proteínas.

Para averiguarlo comenzó a intentar fabricar cristales a partir de virus. Se decantó por una especie bien conocida: el virus del mosaico del tabaco. Stanley recolectó el jugo de plantas del tabaco infectadas y luego lo pasó por filtros muy finos, a imagen de lo realizado por Beijerinck cuatro décadas antes. Para permitir que los virus cristalizaran en formas puras, Stanley procuró extraer cualquier tipo de componente del fluido vivo y contagioso, con la excepción de las proteínas.

Después de obtener su brebaje destilado, Stanley observó la formación de pequeñas agujas en su interior. Luego crecieron hasta conformar láminas opalescentes. Por primera vez en la historia, una persona podía ver virus sin recurrir a microscopios.

Estos virus cristalizados eran tan resistentes como un mineral y estaban tan vivos como un microbio. Stanley podía conservarlos durante meses, como si se tratara de sal común en una despensa. Cuando más adelante les añadía agua, los cristales regresaban a su estado de virus invisibles y eran capaces de infectar las plantas del tabaco con idéntica virulencia.

El experimento de Stanley, publicado en 1935, asombró al mundo. “La vieja distinción entre vivo y muerto pierde parte de su validez”, señaló The New York Times.

Sin embargo, Stanley también había cometido un pequeño pero profundo error. En 1936, los científicos británicos Norman Pirie y Fred Bawden descubrieron que los virus no estaban compuestos puramente de proteínas, sino solo en un 95%. El 5% restante consistía en otra molécula, una sustancia misteriosa y en forma de cadena llamada ácido nucleico. Más adelante los científicos descubrirían que el ácido nucleico formaba parte del material genético, conteniendo las instrucciones para la formación de proteínas y de otras moléculas. Nuestras células almacenan sus genes en ácido nucleico de doble cadena, llamado ácido desoxirribonucleico, o ADN para simplificar. Muchos virus también presentan genes basados en el ADN. Otros virus, como es el caso del virus del mosaico del tabaco, cuentan con ácido nucleico de una sola cadena, llamado ácido ribonucleico o ARN.

Cuatro años después de que Stanley cristalizara los virus del mosaico del tabaco, un equipo de científicos alemanes pudo al fin observar los virus de forma individual. En la década de 1930, unos ingenieros inventaron una nueva generación de microscopios bajo los que se observaban objetos mucho más pequeños de lo que hasta entonces era posible. Gustav Kausche, Edgar Pfannkuch y Helmut Ruska mezclaron cristales de virus del mosaico del tabaco con gotas de agua destilada y colocaron el resultado bajo uno de los nuevos instrumentos. En 1939, anunciaron que habían observado unas varillas minúsculas, de una longitud en torno a los 300 nanómetros. Nadie había observado jamás, ni remotamente, un organismo vivo tan diminuto. Para tomar conciencia del tamaño de los virus, deposita un único grano de sal encima de la mesa. Obsérvalo con detenimiento. A lo largo de uno de sus lados se podrían alinear 10 células de la piel o un centenar de bacterias. Pues bien, de un extremo al otro de ese mismo grano de sal se podrían alinear un millar de virus del mosaico del tabaco.

En las décadas posteriores, los virólogos se consagraron a diseccionar los virus, a cartografiar su geografía molecular. Aunque los virus contienen ácido nucleico y proteínas, igual que nuestras células, los científicos descubrieron numerosas diferencias entre las estructuras de los virus y las células. Una célula humana está abarrotada de millones de moléculas diferentes, a las que recurre para reconocer el entorno, desplazarse, alimentarse, crecer y decidir si se divide en dos o se suicida por el bien de sus hermanas. Los virólogos encontraron que, por sistema, los virus se comportaban de un modo mucho más sencillo. Su configuración básica era la de una cáscara de proteínas que acogía un puñado de genes.

Los virólogos descubrieron que los virus podían replicarse, pese a lo rudimentario de su manual genético, a base de apropiarse de otras formas de vida. Procedían inyectando sus genes y proteínas en una célula huésped, que a continuación manipulaban para que produjera nuevas copias de ellos. Bastaba que un virus penetrara en una célula para que, al cabo de un solo día, salieran mil virus de la misma.

En la década de 1950, los virólogos ya habían desentrañado este procedimiento. Ahora bien, estas conclusiones no significaron la interrupción de la virología. Para empezar, porque sabían muy poco acerca de las múltiples maneras en que los virus podían infectarnos. Desconocían los motivos por los que el virus del papiloma provocaba que a algunos conejos les salieran cuernos o causaba centenares de miles de casos de cáncer cervical cada año. Desconocían por qué algunos virus eran mortales y otros relativamente benignos. Tenían pendiente averiguar el modo por el cual los virus sorteaban las defensas de sus huéspedes y cómo podían evolucionar a una velocidad sin parangón en el planeta. En la década de 1950, no eran conscientes de que un virus, que más adelante se bautizaría como VIH, había comenzado su expansión desde los chimpancés y los gorilas a la especie humana, ni que al cabo de tres décadas se habría convertido en uno de los más letales asesinos de la historia. No podrían haber concebido el número abrumador de virus que campan por la Tierra; no podrían haber intuido que los virus contienen buena parte de la diversidad genética de la vida. Se les escapaba que los virus ayudan a producir una parte sustancial del oxígeno que respiramos y a regular el termostato del planeta. Y ciertamente no habrían podido imaginar que el genoma humano está parcialmente compuesto de millares de virus que en su día infectaron a nuestros ancestros, ni que la vida, tal y como la concebimos, pudo haber tenido su origen en virus que se remontaban a 4.000 millones de años atrás. —eps

Carl Zimmer (New Haven, EE UU, 1966) es divulgador científico y autor del libro Un planeta de virus, que acaba de ser reeditado por la editorial Capitán Swing. Este texto es un extracto del prólogo de dicho libro, traducido al español por Antonio Lozano

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