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Partículas de virus SARS-CoV-2 (en amarillo) infectando una célula apoptótica, coloreada en rojo.
Partículas de virus SARS-CoV-2 (en amarillo) infectando una célula apoptótica, coloreada en rojo.NIAID

Los misterios del SARS-CoV-2, un mal bicho

Milagros Pérez Oliva

Ha dejado tan atónito a los virólogos y epidemiólogos como a los médicos. A los primeros, por la forma veloz y sigilosa que tiene de expandirse, y a los clínicos, por los estragos que provoca en el organismo. Definitivamente, el SARS-CoV-19 es un mal bicho. A pesar de que se ha parado la economía para impedir los contagios, se ha cobrado más de medio millón de vidas y sigue ahí, agazapado, esperando a que bajemos la guardia. Y hoy en día todavía son más las incógnitas que las certezas, entre ellas por qué razón muchos infectados ni siquiera lo notan mientras a otros los lleva a la tumba.

Desde que se detectó en la ciudad china de Wuhan a finales de diciembre, siempre ha ido por delante. Este coronavirus ha resultado ser mucho peor de lo que se pensaba. Comenzando por los síntomas. A las señales de fiebre, tos seca y cansancio hubo que añadir otras como disnea, cefalea, goteo nasal, irritación de la garganta, dolor articular, diarrea, mialgia y, más tarde, cuando la infección llegó a Europa, un nuevo e inesperado síntoma, la pérdida de olfato, porque es en las fosas nasales donde se acantona los primeros días y donde construye su primera factoría de replicantes.

Los virus son organismos que no pueden reproducirse por sí mismos. Necesitan una célula para sobrevivir, un huésped en el que replicarse. Y su existencia está marcada por un dilema darwiniano: si tanto se reproducen, acaban matando al organismo que los acoge, de manera que para poder sobrevivir como especie necesitan infectar rápidamente a otro huésped. Pero si su expansión en la comunidad es tan vigorosa que mata rápido y se extiende mucho, gran parte de los huéspedes mueren y quienes sobreviven generan inmunidad, de manera que sus posibilidades de perdurar también quedan comprometidas.

Imagen del SARS-CoV-2 al microscopio.
Imagen del SARS-CoV-2 al microscopio.NIAID

Aunque este coronavirus es muy parecido genéticamente a sus antecesores —el SARS de 2002 y el MERS de 2012—, presenta pequeños cambios que lo hacen menos letal, pero más infectivo. Con una tasa de mortalidad del 13% y el 30% respectivamente, aquellos virus eran muy agresivos, pero en la virulencia tenían su debilidad: infectaban muchas células y producían síntomas aparatosos rápidamente. Eso permitió identificar a los afectados, aislarlos y cortar las cadenas de transmisión de manera que cuando el SARS desapareció, en mayo de 2003, apenas había infectado a poco más de 8.000 personas.

Para nuestra desgracia, este coronavirus ha demostrado ser más insidioso. Christian Drosten, el virólogo alemán que contribuyó a identificar el primer SARS, ha confesado que le ha sorprendido desde el primer día. Dirige la lucha contra la pandemia en Alemania y, como Fernando Simón en España, ha tenido que actuar con la inquietante desazón de comprobar que siempre iba por detrás del virus. Ahora sabe por qué: más de la mitad de los contagios se producen en fase asintomática. Un tercio de los infectados convive con el virus y lo transmite sin llegar a darse cuenta y el resto puede contagiar varios días antes de tener síntomas. Cuando aparece la tos o la fiebre es ya demasiado tarde.

Para Albert Bosch, presidente de la Sociedad Española de Virología, el gran misterio es por qué en un tercio de los infectados no provoca ningún síntoma, mientras que en alrededor del 20% desencadena un cataclismo. Poco a poco se va conociendo cómo se produce, pero no el factor desencadenante. El coronavirus es una cápsula microscópica de material genético rodeada de unas espículas formadas por una sustancia, la proteína S, que encaja muy bien con otras proteínas de la membrana celular, la ACE2, de manera que cuando entran en contacto es como si una llave desesperada encontrara la cerradura que buscaba. Este coronavirus presenta una ligera mutación respecto de sus antecesores que hace que la fusión de la partícula vírica y la membrana celular sea mucho más fácil. Por eso es más contagioso. Las ACE2 regulan la presión arterial y están presentes en las células de muchos órganos, de modo que actúan como los pasadizos secretos de las fortalezas antiguas: la mayor parte de los asedios no triunfaban porque los atacantes derribaran las murallas con sus catapultas, sino porque alguien desde dentro les abría la puerta. A través de las ACE2 el virus tiene vía libre para asaltar el pulmón, los riñones, el corazón, el hígado, el cerebro o el sistema vascular.

En cuanto entra en la célula, secuestra su maquinaria y comienza a replicarse. Primero en las fosas nasales y luego en la garganta, por eso el 43% de los pacientes sufren pérdida de gusto y olfato. Como virus respiratorio que es, uno de sus primeros destinos serán los pulmones, donde puede provocar una forma grave de neumonía bilateral. Pero pronto se vio que esa no era la única afectación. Los pacientes de la UCI no solo requerían respiradores, sino aparatos de diálisis, transfusiones y otros soportes vitales. En sus 33 años de práctica clínica, el profesor Miquel Ferrer no había vivido nada parecido. Los historiales que revisaba como responsable de la unidad de vigilancia intensiva respiratoria del hospital Clínic de Barcelona eran cada vez más complejos y voluminosos.

Partículas del virus SARS-CoV-2 aisladas de la muestra de un paciente.
Partículas del virus SARS-CoV-2 aisladas de la muestra de un paciente.NIAID

Quienes evolucionaban peor eran mayoritariamente personas mayores con patologías previas o inmunodeprimidas. Su sistema inmune era tan débil que ni siquiera podía plantar cara. Es como en la gripe, se dijo al principio. Pero la covid-19 no era como la gripe. Pronto se vio que un grupo importante de pacientes de todas las edades, sin apariencia de vulnerabilidad, hacia el octavo o noveno día empezaba a empeorar de forma rápida y notoria. Con el tiempo se observó que una gran proporción de estos pacientes presentaba obesidad, diabetes o hipertensión, patologías que no son graves, pero que en presencia del virus podían desen­cadenar un proceso fatal.

La clave, según Miquel Ferrer, no está en que el sistema inmune sea demasiado débil, sino en todo lo contrario: el virus desencadena en estos casos una reacción inmunológica tan desproporcionada, una respuesta inflamatoria tan exacerbada que acaba dañando los órganos que trata de proteger. Es la tristemente famosa tormenta de citoquinas. El doctor Ferrer había visto respuestas de este tipo en personas jóvenes antes de la covid-19, pero eran casos excepcionales. Por análisis de restos congelados se sabe que esta tormenta de citoquinas fue también la causa de que la gripe de 1918 fuera tan catastrófica.

Las citoquinas son unas sustancias que segrega el organismo cuando percibe que se está produciendo una agresión externa. Forman parte de la respuesta inflamatoria con la que se defiende. Controlan la acción de los linfocitos T y los macrófagos contra el invasor, y cuando este se resiste, incitan al sistema inmune a producir más y más citoquinas. En ese punto suelen aparecer síntomas como fiebre o inflamación. En la mayoría de los procesos infecciosos, la batalla acaba con la muerte del patógeno. Pero en algunos casos de covid-19, el proceso se descontrola y acaba con la claudicación de los órganos afectados.

En el caso de los pulmones, esa respuesta inflamatoria excesiva provoca una acumulación de restos de células inmunitarias que acaba dañando los alveolos, elemento crucial para la respiración. ¿Cómo pueden influir la diabetes, la obesidad o la hipertensión en esa cascada de reacciones? Todavía no se sabe, pero Miquel Ferrer recuerda que el exceso de tejido graso provoca un estado de inflamación crónica de baja intensidad que es la causa del deterioro orgánico que sufren los obesos y que la diabetes del adulto está asociada con mucha frecuencia a la obesidad. En cuanto a la hipertensión, es un factor de riesgo muy común de enfermedades cardiovasculares que también implican procesos inflamatorios.

La respuesta inmune exagerada produce también daños en el sistema vascular. Uno de los fenómenos más inquietantes de la covid-19 es que desencadena procesos trombóticos. La inflamación afecta al endotelio, el tejido que recubre la pared interna de los vasos sanguíneos, y entre los más de 150 mediadores inflamatorios que genera la respuesta inmune figura la liberación de factores coagulantes de la sangre. Neurólogos del hospital de Massachusetts explicaron al diario The Washington Post que mientras intervenían a un paciente para disolver un coágulo cerebral podían observar en la pantalla cómo se formaban, en directo y en tiempo real, nuevos coágulos. Estaban estupefactos: así de rápido y devastador era el proceso desencadenado por el virus.

Conforme la pandemia llenaba las UCI, los neurólogos tenían cada vez más trabajo. Juan García Moncó, jefe del servicio de neurología del hospital de Basurto, en Bilbao, observó que el número de incidencias era superior a lo habitual en esas unidades. Tampoco era normal ver ictus en pacientes de 30 años. Era evidente que la pandemia provocaba accidentes vasculares más graves de lo habitual en pacientes más jóvenes de lo normal. Así lo ha corroborado después el estudio que ha dirigido sobre las manifestaciones neurológicas en los 100 primeros pacientes atendidos en su hospital.

La lista es larga. Entre las menos graves y más frecuentes figuran dolor de cabeza, dolores musculares difusos, cansancio extremo y la ya mencionada pérdida de olfato, que puede persistir después del alta. Pero en los casos graves, la covid-19 provoca enfermedad tromboembólica venosa que puede ser catastrófica, pues el trombo puede ir a parar al pulmón y en ocasiones al cerebro. Y si se forma en una arteria, puede provocar un infarto. García Moncó precisa que la formación de trombos se observa más en los pacientes más graves, pero también se han dado casos en los menos graves. E incluso después de haber recibido el alta. El del dirigente de Vox Javier Ortega Smith, que ha tenido que reingresar por una embolia pulmonar, no es un caso aislado. Un estudio realizado en Wuhan concluye que el 20% de los enfermos ingresados desarrollan trombosis.

Algunos amigos de una paciente que había permanecido ingresada cinco semanas en cuidados intensivos del hospital del Mar de Barcelona se sorprendieron hace unos días al recibir unos extraños mensajes de móvil. La mujer, de 65 años, había estado al borde de la muerte, con una insuficiencia respiratoria severa que había obligado a intubarla, sedarla y practicarle una traqueotomía. Sus riñones habían dejado de funcionar y había necesitado diálisis. Al salir de la UCI estaba muy débil y apenas podía moverse. Cuando se le dio el teléfono para que se comunicara, comenzó a enviar mensajes pidiendo auxilio porque los médicos la querían matar. Todo eso también forma parte del cuadro. García Moncó confirma que la desorientación, la ansiedad y los delirios forman parte de las alteraciones que provoca el virus.

La respuesta inmune exagerada provoca en algunos casos encefalopatía, una inflamación grave del cerebro, además de crisis epilépticas que pueden ser reversibles, pero también repetidas y refractarias al tratamiento. Y ya se han reportado bastantes casos de otra afectación neurológica inquietante e insidiosa: parálisis de las extremidades. Entre unos días y tres semanas después del ingreso puede aparecer una polineuritis que daña los nervios y debilita la musculatura de brazos y piernas. Es el temido síndrome de ­Guillain-Barré. Se desencadena por una respuesta inmune aberrante que daña la vaina de mielina que protege los nervios. Los primeros síntomas suelen ser hormigueo y debilidad en las extremidades.

Un investigador en busca de una vacuna contra el coronavirus en Pekín.
Un investigador en busca de una vacuna contra el coronavirus en Pekín.Nicolas Asfouri (AFP)

El 18 de abril causó alarma un vídeo de la cadena china BeijingTV Entertainment Channel en el que aparecían dos médicos del hospital central de Wuhan afectados por covid-19, el urólogo Yi Fan y el cardiólogo Hu Weifeng. Al salir del coma, su piel se había oscurecido tanto que parecían de raza negra. Con el tiempo, recuperaron su aspecto normal y no quedaron más secuelas que las psicológicas. No se sabe de ningún caso más. Algunos especialistas lo atribuyen a un fallo hepático, pero otros consideran que pudo ser un efecto secundario del tratamiento de hidroxicloroquina que recibieron.

El coronavirus no cambia el color de la piel, pero sí provoca afectaciones dermatológicas. Cuando la pandemia hacía estragos en la Lombardía, pediatras italianos reportaron a la revista European Journal of Pediatric Dermatology un raro síndrome en niños y adolescentes, el llamado pie covid, unas manchas rojas o moradas en la planta o los laterales del pie. Un estudio coordinado por el dermatólogo Ignacio García Doval con la participación de 25 especialistas españoles concluye que las afectaciones en la piel son relativamente frecuentes y en algunos casos aparatosas. Entre ellas llaman la atención unas lesiones muy parecidas a los sabañones que aparecen en manos y pies y casos de livedo reticular en las piernas, que en tiempos pasados era frecuente entre quienes utilizaban braseros para calentarse.

Todas estas manifestaciones han convertido las unidades de cuidados en una trinchera en la que médicos y enfermeras extenuados se parten el brazo con el virus. En muchos casos ha ganado el virus, pero en muchos otros han ganado ellos. Miquel Ferrer recuerda que son muchos más los pacientes que se han salvado que los que han fallecido. Que muchos han sobrevivido después estar hasta 50 días en la UCI y superar la terrible tormenta de citoquinas, algunos de ellos de edades avanzadas. —eps

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