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Columna
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La última moda

Mascarilla de diseño exhibida en la pasada Semana de la Moda de Nueva York, en febrero.
Mascarilla de diseño exhibida en la pasada Semana de la Moda de Nueva York, en febrero.Roy Rochlin (Getty Images)
Martín Caparrós

Las máscaras fueron durante siglos símbolo de secreto. Ahora se convierten en objeto de diseño y en el nacimiento de un negocio.

Ella le dice que no lo puede creer, que tiene que comprarla:

—Oye, no sabes lo que era, lo más fashion que he visto últimamente. Azul oscuro, casi noche, con unos diamantitos falsos como estrellas…

Yo no entiendo si quiso decir que las estrellas eran falsas: en estos días estoy abierto a casi todo —que es un modo de decir que no entiendo casi nada.

—Ay, qué bonita. A mí me regalaron una para día, con flores de lavanda bordadas… Más fresca pero también superbonita.

No es fácil, en las terrazas con distancia social, escuchar las charlitas ajenas. Esta me había fascinado: dos rubionas, la treintena elegante, el acento marcadamente nacional, conversaban de máscaras.

—¿Y no te cansa llevarla?

—¿Y a ti no te cansa ir a la peluquería?

Durante siglos las máscaras fueron la forma del secreto. El necesario para amenazar —en la cara brutal del bandolero— o para esconder —en la cara horadada del leproso— o para pecar —en carnavales y otras fiestas de guardar las caras. Cualquier enmascarado resultaba sospechoso o, por lo menos, grosero sin tapujos. Ahora, en cambio, todos vamos tapados, y esas máscaras del miedo que llamamos mascarillas son lo que se nos ve. Ahora, sabemos, las sonrisas se han convertido en un privilegio de interiores, solo visibles para amigos y parientes —como el pelo de las mujeres musulmanas.

Pero recién empezamos: la inmensa mayoría de las máscaras todavía son iguales y tienen ese aspecto hospitalario que tenía sentido cuando eran solo para médicos, enfermos y orientales. Pronto, so capa de cuidados y solidaridades, las máscaras dejarán ese aire igualitario del principio y servirán, como todo el resto, para exhibir las diferencias.

La capacidad para hacer de necesidad virtud es habitual en nuestras sociedades de mercado. Y crece, busca huecos: durante siglos las gafas, por ejemplo, fueron un adefesio hasta que, no hace tres décadas, a alguien se le ocurrió convertirlas en un objeto trendy, fancy, chachy, chuchy —y se inventó un segmenty de mercady. Ahora, cuando el sistema está más claro, nadie piensa esperar ni seis semanas. Las máscaras del miedo se están volviendo un gran negocio.

Ya hay muchos empresarios, pequeños y mayores, empeñados en aprovecharlo. Para eso debieron darle al objeto un giro bruto: que algo desechable por antonomasia se hiciera duradero. Para eso lo desdoblaron en mascarillas propiamente dichas —que se siguen tirando— y portamáscaras, que se pueden guardar y cobrar mucho más. Entonces sí, todo lujo es posible y vendible; entonces sí, en París y Milán desfilarán las máscaras.

Ya hay modistos y otros indispensables diseñándolas, inventando sus códigos: serán la barba hipster de estos tiempos sin bocas. De tal color o tal diseño o tal materia o tal dibujo, hay una industria dispuesta a convencernos de que esta o aquella son justo lo que estábamos buscando, que tal nos hace parecer tal tipo de tipo, que cual nos hace parecer cual tipo de señora, que hablan sobre nosotros con las frases deseadas, que nos venden.

Las máscaras dirán lo que nuestras caras neonormales, ocultas ya no pueden. Ya hay, por ejemplo, muchas con coloretes españoles: tiemblan las camisetas —que eran, hasta ahora, nuestra pared para grafiti. Ya hay otras que ofrecen información escrita —he visto una que dice vigilante de seguridad—, y las habrá que digan busco novia o me quedé con hambre. Y habrá, pronto, famosos que te hablen a través del logo de un banco o de una marca de galletas para perros.

La cara es un azar, la máscara se compra. Es curioso asistir al nacimiento de un negocio. Suenan trompetas, hay un nuevo objeto en el mercado: la pandemia, al fin y al cabo, también tiene lo suyo.

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