La medicina como musa literaria
De Chéjov a Baroja, pasando por Flaubert, Agatha Christie, Ramón y Cajal o Whitman, las letras y la ciencia han corrido paralelas.
En estos días de miedo, pandemia y confinamiento, muchos artistas han escrito poemas y canciones dedicados al personal sanitario, conmovidos por su ejemplo de valor, profesionalidad y sacrificio. Pero ni las catástrofes ni la medicina son una fuente de inspiración nueva para la literatura, que a lo largo del tiempo ha contado entre sus filas con numerosos escritores y ha servido a otros de referencia. Gustave Flaubert, cuyo padre era cirujano y fue el modelo del doctor que coprotagoniza Madame Bovary, sostenía que para ser un gran escritor había que tener "la mirada del galeno", es decir, su capacidad para ver a los demás por dentro y empatizar con su dolor. Y William Carlos Williams, pediatra y uno de los maestros renovadores de la poesía norteamericana, asegura en su autobiografía que la puerta de su consulta, que tuvo abierta más de cuarenta años, le “franqueó la entrada a los jardines secretos de la mente” y que su pase por a facultad le dio la idea de trasladar a sus versos, famosos por su emoción fría, “el sentido de la asepsia quirúrgica.” Su título en prosa más célebre es Historias de médicos.
Agatha Christie fue enfermera durante la Primera Guerra Mundial y afirma en sus memorias que lo hubiera sido toda la vida de no haberse casado. También cuenta que mientras trabajaba en unos laboratorios químicos aprendió tantas cosas sobre venenos que se le ocurrió escribir una novela policiaca donde aplicar esos conocimientos. Y eso no fue todo. “Un día”, recuerda, “apareció por allí un hombre que llevaba siempre encima una ampolla de curare porque eso, según dijo, le hacía sentirse poderoso. Me intrigó tanto que aún estaba ahí cincuenta años más tarde, esperando su oportunidad de meterse en uno de mis libros, cuando concebí El misterio de Pale Horse.”
“Mis actividades como médico han tenido una fuerte influencia en mi trabajo como escritor, ampliando notablemente mi campo de observación y de percepción”, decía Anton Chejov, que atendió de forma gratuita a miles de pacientes, no renunció a su vocación hasta que le obligó a hacerlo la tuberculosis y tiene numerosos personajes que reflejan su oficio, entre ellos los doctores Astrov, Dorn y Efimych de El tío Vania, La gaviota y El pabellón número 6.
Entre los grandes nombres de las letras algunos dejaron la carrera o se licenciaron pero no ejercieron: James Joyce, Bertolt Brecht, Henrik Ibsen, André Breton o Paul Celan. El genio romántico John Keats se graduó en Farmacia, pero sólo trabajó en eso dos años. Friedrich Schiller, el autor del “Himno a la alegría”, sirvió a la fuerza como médico militar y terminó desertando. Otros no colgaron la bata blanca hasta afianzarse como narradores, caso de Arthur Conan Doyle, que antes de crear a su Sherlock Holmes publicaba notables artículos científicos y que trasladó muchos de sus conocimientos a su famoso detective privado y a su acompañante, el Dr. Watson.
En España ha habido médicos que escribían, y muy bien como Santiago Ramón y Cajal, Carlos Castilla del Pino o Gregorio Marañón, y dos grandes narradores que estudiaron medicina: Pío Baroja, que lo hizo en Madrid y Valencia y llegó a ejercer en Cestona, antes de volver a la capital a llevar la panadería de su familia; y Luis Martín Santos, un reputado psiquiatra que se trasluce en la construcción de los personajes de su memorable Tiempo de silencio.
Este recuento podría incluir al portugués António Lobo Antunes, los alemanes Gottfried Benn y Alfred Döblin; pero sobre todo no puede olvidar a Walt Whitman, también enfermero, en su caso en la Guerra de Secesión, y que dio fe de sus experiencias en su serie Redobles de tambor, luego incorporado a Hojas de hierba.Uno de ellos, lo dice todo: “Con las vendas y el agua en las manos, / voy hacia mis heridos, sin perder un momento, / hacia el sitio en que yacen después de la batalla, / donde su hermosa sangre vuelve roja la hierba. / Soy enérgico con todos aunque entienda su dolor./ La respiración de uno crepita como el fuego, / los ojos otro son vidriosos, pero la vida aún lucha en ellos sin rendirse, / Otro sí que lo hace, y suspira: “¡Ven dulce muerte! Oh bella y misericordiosa muerte!” / Y otro vuelve hacia mí sus ojos suplicantes ¡Pobre muchacho! No te conozco, / Sin embargo, creo que podría renunciar a todo en este momento / para morir por ti / si esto te salvara.”
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