Teoría del gato
Quizás el gran acierto de los versos de William Carlos Williams sea precisamente la incomunicación entre el poeta y el animal. No hay nada, excepto un felino que desaparece
Entre las páginas de un libro que creía perdido, encuentro una factura. Prueba que lo compré en julio de 2000 y que recibí un descuento del 35%. Pagué 7.150 pesos, cifra que hoy no puedo calcular, a causa de la folletinesca historia de las inflaciones argentinas. Trato de recordar si el precio pagado fue para mí un gasto insignificante o un dispendio insensato. Trato de recordar el momento en que camino hacia la caja con el libro en la mano, quizá conversando con alguno de los vendedores amigos. Nada, ni un rastro. Lo único que subsiste, íntegro, es el libro, bella edición de Era, con dibujos geométricos en la tapa y portadas. Es uno de los 2.000 ejemplares impresos en México, en 1973.
El poema de William Carlos Williams es lo que, en fotografía, se llama una instantánea. Registra un suceso como fue visto de pronto
El hallazgo casual me permite admirar nuevamente la traducción de Octavio Paz de Veinte poemas, de William Carlos Williams. Las páginas enfrentan la versión en español y el original en inglés; así invitan a ejercer ese control pedante que sufren las mejores ediciones bilingües. Prescindo de esa labor de policía literaria, aunque no dejo de comparar algunos versos.
Abro el libro y voy directamente a ‘La carretilla roja’, esmaltada por la lluvia, entre pollitos blancos. Paso luego a ‘Entre muros’, donde, con radical simplicidad, solo brillan los pedazos de una botella verde. Llego al ‘Invierno desciende’, cuando el 20 de octubre, sobre el campo mojado por la lluvia y cruzado por una acequia, caen las hojas de un abedul sobre la hierba, con sus rojos, naranjas, verdes aceite, amarillos y blancos. Nada anuncia un perro hasta el final de las breves estrofas. De pronto, el idilio campesino húmedo y colorido cambia inesperadamente porque “un perro joven salta fuera de la vieja barrica”. Sorpresa y final. Nada sobre lo que sucedió después.
El poema acaba allí, como si Williams hubiera pensado que es suficiente maravilla observar el salto de un perro en el campo. Por cierto, el salto de un perro, evocado por Williams, es inolvidable. El poema nos deja imaginando al médico poeta, afincado toda su vida en el pueblito llamado Rutherford donde había nacido en 1883 y murió 80 años después. William Carlos Williams caminaba, al terminar su consulta, por esos campos de Nueva Jersey y se encontraba con animales que, de tan silenciosos y ensimismados, eran precisamente poéticos. La poesía está donde no se la busca.
¿Cómo se puede escribir poesía con una retórica en grado cero? Esa retórica desnuda de Williams culmina en el poema que presenta la subida de un gato a una alacena. Primero desaparece la pata derecha, luego la pata trasera y finalmente todo el animal. La subjetividad lírica se ha convertido en pura objetividad. Williams es un artista de la mirada.
El poema es lo que, en fotografía, se llama una instantánea. Registra un suceso tal como fue visto de pronto, porque no hay tiempo para medir la luz, corregir el encuadre, medir la distancia, ni elegir la porción de lo real que aparecerá en la fotografía. Por supuesto, así eran antes las instantáneas, porque hoy todo lo que capturamos con el lente ha sido preparado y corregido a una velocidad increíble por la omnímoda conciencia digital de nuestras cámaras. Pero las viejas instantáneas no podían confiar en la técnica, sino en la suerte del fotógrafo para acertar o equivocarse.
Como sea, en el poema-instantánea de William Carlos Williams, sucede lo siguiente: un gato se sube a una alacena y finalmente todo él desaparece dentro de una maceta. La frase anterior, por supuesto, no significa mucho. Pero lo escrito por Williams es como sigue: “El gato / se encaramó / en un remate / de la alacena y / primero la pata / delantera derecha / cautelosamente / después la trasera / desapareció / en el abismo / de la vacía / maceta”. Fin. Hasta llegar a los últimos versos, no sabemos que sobre la alacena hay una maceta vacía. El poema-instantánea lo revela y nos deja suspendidos frente a ese otro vacío, diferente del que esperaba o buscaba el gato.
¿Por qué es profunda la superficie austera de estos versos? ¿Por qué es difícil olvidar al gato de Williams, que ni siquiera se ha dignado darse la vuelta y mirarnos antes de desaparecer dentro de la maceta? Quizás el gran acierto sea precisamente esta indiferencia, esta incomunicación entre el poeta y el gato. Williams no mitifica al ya demasiado mítico animal, sino que presenta un movimiento preciso realizado por un ser indiferente. No hay sentimentalismo animalista. No hay nada, excepto un gato que desaparece.
Williams no busca esencias en el salto del gato dentro de la maceta. La desaparición del animalito nos toma desprevenidos porque no hay expansión, ni imágenes, ni alusiones. Sobre gatos ya tenemos suficiente literatura. Williams, en cambio, solo dice: así son los gatos, la perfección inconsciente. No se imaginen otra cosa porque estarían atribuyéndoles una subjetividad que yo, William Carlos Williams, no persigo ni celebro. Describe simplemente la perfección de un salto limpio, sin audacias innecesarias y sin vacilaciones.
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