Por nuestro propio bien
Cuidado con los derechos: se sabe cuando se pierden pero nunca cuando se recuperarán
Cuando un gobernante dice que sólo actúa por nuestro propio bien mi primera reacción es tentarme la ropa. Es la frase mágica que anuncia una situación de excepción. Es decir, que el gobernante se siente libre para desbordar los límites de su actuación. Una fórmula que expresa un paternalismo abrumador, que en democracia debería producir sonrojo.
En este momento, dicen los que mandan, sólo cuentan las personas, ni clases, ni territorios, ni ideologías: la salud. Todo ello acompañado de un alarmante ejercicio de dejación de responsabilidad: haremos lo que digan los científicos. No vale: los expertos aconsejan, pero las decisiones son políticas y no se pueden delegar.
El presidente Pedro Sánchez ha optado por el buenismo autoritario. El tono amable, a menudo excesivamente plano que caracteriza al jefe del Ejecutivo, ha ido acompañado en la práctica por una recentralización radical y un vetusto discurso de unidad, patria y fuerzas armadas. Lo ha querido hacer solo: dando por supuesto que los demás no tenían margen de maniobra ante la opinión pública. No se ha trabajado la complicidad de la oposición y de las comunidades autónomas, a las que ha retirado competencias, y ahora que les necesita para el pacto económico, están ya pensando en el día después y no darán facilidades. El Partido Popular, poseído por el ansia de revancha, especula ya con que la crisis económica se lleve al Gobierno por delante. Por el camino, voces de la derecha y del Ejecutivo catalán no han tenido escrúpulo en recurrir al obsceno ejercicio de especular con los muertos.
Entramos ahora en los primeros pasos del largo proceso de retorno a la vida social (aquella que se funda en el contacto real de las personas con todos los matices que el filtro de la pantalla nunca da) que debería ser el paso del control de los ciudadanos por la vía del miedo y la culpa al reconocimiento de su responsabilidad. Sin embargo, se habla lógicamente mucho de sanidad, se habla de economía —la propia ciudadanía expresa en las encuestas que está más preocupada por la crisis económica que por la sanitaria— pero se habla muy raramente de libertades. Y es lo que se nos ha limitado con el estado de alarma.
Las primeras hojas de ruta del desconfinamiento dan señales alarmantes de desconfianza en los padres a la hora de sacar a pasear a los niños, de medidas invasivas de la intimidad y del espacio privado de las personas (en nombre de la eficacia científica, por supuesto) o de segregación de la población en colectivos como las personas mayores a los que parece que se les quiere negar la libertad elemental de elegir los riesgos que quieran correr. Cuidado con los derechos: se sabe cuando se pierden pero nunca cuando se recuperarán. Y la tentación del miedo es grande en política porque allana el terreno al gobernante. Sobre todo cuando la amenaza afecta a la salud.
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