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Columna
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La aldea gala sitiada

El legado del coronavirus no será solo una brutal contracción económica, también la retracción del mundo en nuevas fronteras y egoísmos

María Antonia Sánchez-Vallejo
Un hombre pasea por la calle Bailén completamente vacía en el día 33 del estado de alarma, en Madrid, a 16 de abril de 2020.
Un hombre pasea por la calle Bailén completamente vacía en el día 33 del estado de alarma, en Madrid, a 16 de abril de 2020. Eduardo Parra (Europa Press)

Postrimerías del siglo pasado. El clamor del movimiento antiglobalización, de la lucha de quienes se oponían, a veces con violencia, a considerar la tierra y el trabajo como mercancías, parecía capaz de cambiar el mundo. Pero la tabula rasa que supuestamente lo ha igualado todo, de la faz de las ciudades al imperio de las modas, parecía no tener rival, pese a las advertencias sobre los riegos de la interdependencia: el defecto mariposa, lo llaman ya algunos. Un cuarto de siglo después, vuelven a oírse voces que demandan proteccionismo, más soberanía nacional y abjurar de un sistema que prima la competencia y el beneficio y que ha dejado a la humanidad al albur de un patógeno. Podría ser la vuelta a la casilla de salida de la doctrina altermundialista. Al empoderamiento estratégico de los Estados, y la recuperación de industrias clave como la sanitaria, tras décadas de confiar a la India y a China el 80% de la producción mundial de genéricos o las preciadas mascarillas. Es también la más cruel prueba de estrés del sistema, ante la que ha sucumbido incluso el laissez faire de algunos países europeos en favor de draconianos blindajes.

El mundo parece hoy la aldea gala sitiada en busca de la pócima milagrosa, la que permita derrotar al virus (aunque nadie garantice la victoria ante otros nuevos: es la tercera vez en 20 años que surge un tipo de coronavirus), y sin que el druida lo utilice o confisque en su propio beneficio: el material sanitario retenido por Turquía, o los chantajes entre Administraciones o países. Un escenario de cambalache oportunista: Taiwán ofreciendo 10 millones de mascarillas a Europa y EE UU para ponerse de puntillas ante China. Un nuevo orden mundial de replicantes vigilados, dentro de una burbuja profiláctica que llamamos por costumbre vida.

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Si la pandemia no es el fin de la globalización instrumentada como hasta ahora, se le parece: es el freno a la urbanización galopante en países como la India, que ve regresar a sus pueblos a cientos de miles de trabajadores; a la producción desbocada de bienes de consumo por la interrupción en la cadena de suministros; a la agricultura y ganadería intensivas que esquilman los recursos naturales, y donde algunos intuyen el posible contagio de animales a humanos, tal vez el caso del SARS-CoV-2.

En la lucha que libran el dictado de los expertos y la propagación de bulos —única industria con superávit hoy—, el populismo podría batirse en retirada ante Estados rehabilitados en lo público… o socavar aún más la democracia, según la respuesta que se dé al mazazo económico de la pandemia. No cabe el optimismo. Pasará la emergencia, pagaremos la factura mientras olvidamos por la inercia de sobrevivir y de este drama colosal quedará, siquiera, la conciencia de la vulnerabilidad: de los mercados, del hombre, de las nuevas fronteras y los viejos sistemas, del planeta.

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