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Columna
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Abrir los bares

En estos centros se acababa la discrepancia política a base de hostias de mentira y frases despectivas que se olvidaban una vez dicha al camarero la expresión mágica de “pues pon de beber”

Jorge M. Reverte
Bar El Palentino, en Madrid, en una imagen de marzo de 2018.
Bar El Palentino, en Madrid, en una imagen de marzo de 2018.Claudio Álvarez

Una de las tareas más difíciles para la ministra Ribera será la de abrir de nuevo los bares. La más compleja, la de hacer de nuevo que la muerte deje de ser algo trivial, la dejará el presidente Sánchez para otra legislatura.

Los bares eran en España la institución básica de la democracia. En sus barras se acodaban por igual latifundistas y jornaleros, ingenieros y oficios sin escalafón, universitarios y algún analfabeto, de los que aún no han sido sustituidos por inmigrantes, misses de verano de Navalcarnero y pollitas de Tres Torres, de Barcelona, que fingían las noches de los jueves que no iban desnudas por encima de tanto diseño.

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Había de todo en los bares españoles, y a todos los que iban, y puede que vuelvan, se les mejoraba la existencia con un “oído barra” que valía para todos y para ninguno, pero siempre anunciaba que de la cocina salía otro nuevo manjar, o de los generosos e inagotables grifos, una cerveza helada o un vermú de Reus.

En los bares españoles se acababa la discrepancia política a base de hostias de mentira y frases despectivas que se olvidaban una vez dicha al camarero la expresión mágica de “pues pon de beber”. Después de comenzar la jornada con lo que, casi siempre con justificación, se anunciaba con un “cafelito” desastroso, los políticos y los periodistas iban a sus quehaceres con menos ganas de matar. Bueno, menos los de Vox.

Todos esos variopintos clientes pisaban, a partir de mediodía, un mismo suelo mullido compuesto de cáscaras de gamba todavía incorruptas, huesos de aceituna tiesos como brazos de Santa Teresa, y restos aglutinadores de patatas fritas.

Hay que reabrir con mucho cuidado los bares, señora ministra. Y obligar a que la clientela siga siendo de origen tan distinto, tan transversal. Los abertzales vascos sabían lo que hacían cuando fomentaban la repugnante creación de las herriko tabernas, que ayudaron durante años a que se mantuviera la adoración a los chicos del tiro en la nuca.

Seguramente hay que reabrirlos con alguna cláusula que garantice que el suelo que los presuntos clientes van a pisar ha pasado por un aroma filtrado de gambas y huesos, y que los virus asesinos se transmitían allí, pero no más que en misa. El virus de la intolerancia no crece en los bares. Se diluye.

Hay que abrir los bares cuanto antes.

La muerte dejará de ser trivial más tarde.

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