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Pensándolo bien...
Columna
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¿En qué país vive López Obrador?

El presidente llegó al poder gracias al voto de y en nombre de los marginados económica y socialmente. Una realidad que no es “la nuestra”, sí la del mandatario

Jorge Zepeda Patterson
López Obrador, en el Palacio Nacional, en Ciudad de México.
López Obrador, en el Palacio Nacional, en Ciudad de México. José Méndez (EFE)

Ya lo perdimos, claman en las redes sociales, refiriéndose al presidente. Los memes lo acribillan con burlas sobre las estampitas que carga en la cartera, medios de comunicación y comentaristas descalifican y ridiculizan las medidas económicas anunciadas por el mandatario, los empresarios han comenzado a hablar de echarse a la tarea de salvar a México porque el presidente no entiende de economía. La unanimidad es abrumadora: López Obrador está perdido en su propia realidad, en un país que solo existe en su cabeza.

Sin embargo, la encuesta más reciente (la del diario El Financiero, que nadie podría acusar de amloista), arroja que el 60% de los mexicanos aún lo aprueba. Algo que cuesta trabajo creer con solo asomarse a cualquier conversación pública, privada o virtual entre las clases medias y altas, en donde el consenso adverso a la 4T es poco menos que absoluto.

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López Obrador vive otra realidad que la nuestra y en eso tienen razón. El problema es creer que la nuestra es la única o, incluso, que es la predominante. El presidente llegó al poder gracias al voto de y en nombre de los marginados económica y socialmente. Según el Coneval un tercio de los mexicanos no alcanza el ingreso suficiente para cubrir la canasta alimentaria básica. Una realidad que no es “la nuestra”; sí la del presidente mexicano.

El mandatario nunca ha escondido que su intención es buscar una masiva transferencia de recursos a favor de los pobres, y hacerlo sin desestabilizar o violentar al país. Una misión que muchos que votamos por él asumimos no solo como un imperativo moral para con los desprotegidos, sino también como un acto de prudencia política y social. De no atenderse la disparidad extrema se corría el riesgo de que la desesperación, el resentimiento y la violencia estallaran de mala manera. López Obrador es la respuesta a esta necesidad.

Otra cosa es que el personaje haya resultado más pintoresco, rijoso y provocador de lo necesario. Pero la premisa sigue sosteniéndose, las peculiaridades de su personalidad resultan más de forma que de fondo, salvo para las redes sociales y los columnistas que viven para masacrar la ocurrencia o el dislate presidencial de cada día. El fondo sigue siendo el mismo: obsesión por mejorar la condición de los de abajo sin violentar el orden social o la propiedad privada.

La pandemia por el Covid-19 y sus avatares no ha hecho más que profundizar abismalmente estas dos “realidades” indisolubles. Cuando el presidente afirma que afrontará la crisis con subsidios para 22 millones de ancianos, jóvenes sin recursos y personas en condiciones precarias o anuncia que se otorgarán 2,1 millones de créditos a la micro empresa, la iniciativa privada. concluye que López Obrador ha condenado al país a la tragedia. Exhiben, para demostrarlo, los paquetes económicos anunciados en otras naciones con estímulos fiscales para las empresas, apoyos al salario de los trabajadores parados y créditos masivos para la recuperación de los negocios. En suma: allá sí hay protección y un plan para la recuperación de la planta productiva; acá, en cambio, solo subsidios populistas y electoreros al consumo momentáneo.

Sin embargo las cosas son más complejas. Una mirada más detenidamente revela, otra vez, dos ópticas mutuamente incomprensibles, pero ambas consistentes con su propia realidad. La propuesta de López Obrador podría no estar equivocada e incluso ser más atinada, bajo ciertas premisas. Le pido lector, un poco de su paciencia.

En Francia o Alemania la planta productiva, el empleo y la producción, reside en el sector formal. La mejor manera de proteger el ingreso y el bienestar de las personas es volcando el apoyo estatal a favor de las empresas públicas y privadas y los trabajadores que laboran en ellas. Pero ese no es el caso de México. Hay 57 millones de personas activas económicamente en el país, solo 20,1 millones de ellas están inscritas en el IMSS. Se estima que alrededor del 54 % de la población que trabaja lo hace en el sector informal, es decir, no estaría incluida en el paquete “de rescate” que piden los empresarios. Las microempresas (en las que labora 1 a 10 personas) representan el 94% de los negocios en México y dan trabajo a poco más del 40% de los empleos formales. Muchos otros trabajos ni siquiera entran en este registro (por ejemplo el de las empleadas domésticas que limpian las casas de “la otra realidad”). En pocas palabras casi siete de cada 10 mexicanos que trabajan son autoempleados, laboran en changarros o en empresas pequeñas. La abrumadora mayoría de las personas no está en la nómina del Gobierno o de una empresa mediana o grande. Lo más probable es que opere en un negocio que no paga impuestos o evada buena parte de ellos manteniéndose por abajo del radar.En ese contexto ¿qué significa una suspensión del pago de impuestos personales y empresariales como pide la iniciativa privada? En la práctica una transferencia de recursos de los siete que operan en el sector precario a los tres que trabajan para el sector formal de la economía; un subsidio con cargo a todos en beneficio de la mediana y gran empresa. El dinero que dejaría de recibir el Gobierno tendría que ser obtenido del recorte de los servicios públicos y de los apoyos sociales a los más desprotegidos (o financiados con deuda pública que simplemente retardaría el mismo resultado, porque tarde o temprano lo tendría que pagar el Gobierno). Que se condone el pago de luz, agua y gas a los hogares como en Francia, suena atractivo pero, otra vez, esa medida sería con cargo a las miles de viviendas que no están inscritas en estos servicios públicos; los de la otra “realidad”. Ahora bien, la gran empresa concentra alrededor de 20% del empleo formal, pero arroja poco más del 60% del valor de la producción “contable”. El Gobierno tiene claro que un confinamiento largo terminaría por afectar a todos en su conjunto. La apuesta, sin decirlo, es reducir al máximo la cuarentena; lo mínimo para evitar que los enfermos colapsen los hospitales como en Quito. Para las autoridades es mucho más urgente que esos siete de cada 10 trabajadores salgan a la calle a ganarse de nuevo la vida. Son para ellos los 2 millones de créditos a los micro negocios (formales e informales), además del apoyo a 22 millones de desprotegidos o en condición precaria. Se le está pidiendo un sacrificio al empresario y a sus empleados y obreros, es cierto, pero en proporción no es mayor que el solicitado a un taquero o a un mesero que durante un mes dejará de recibir ingreso alguno.

Estamos en terreno inédito. El virus es el mismo, pero los países no. Cada cual debe hacer un planteamiento de acuerdo a su realidad, bueno, en el caso de México, sus dos realidades. Todos van a perder; solo el tiempo dirá si la propuesta de López Obrador resultó conveniente, pero en su momento habría que compararlo con Argentina, Brasil o Colombia. No con Alemania como ahora se está haciendo.

Organismos financieros internacionales ya se preguntan si algunos de los países emergentes podrían incurrir con una crisis de deuda peor que la sufrida en 1989, como resultado de los paquetes de rescate anunciados. Si su pronóstico es acertado, el Gobierno de México no se encontrará en ese caso. Este martes The New York Times publicó una nota sobre las dos realidades en Italia: mientras que el norte industrial ha padecido el grueso de las muertes, el sur está en camino de una tragedia social y económica, justamente porque el plan de apoyo no alcanza a buena parte de la población.

El presidente está perdido en su propio país, pero en cierta manera muchos de sus críticos también se regodean en el suyo. La pregunta es en cuál vive la mayoría de los mexicanos y quiénes deben tener preferencia en momentos de angustia y calamidad.

@jorgezepedap

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