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la zona fantasma
Columna
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Perdónenme el escepticismo

Javier Marías

No, la desgracia no nos vuelve más racionales ni nos enseña lecciones, ni nos rebaja los humos ni el postureo

En las variables circunstancias actuales, más vale señalar el día en que escribo, así que estoy a 29 de marzo, tras dos semanas de confinamiento. Como muchos, veo y leo las noticias con cuentagotas, y evito los medios más chillones y tremendistas, es decir, la mayoría. Escucho y miro opiniones, por si alguien piensa algo interesante o sensato o no superficial, si bien las profundidades suelen aparecer más en los tiempos serenos que en los convulsos. Entre las cursilerías y tópicos vacuos que inevitablemente se deslizan por doquier, hay uno reiteradísimo, que se resume así: “Espero que de esto salgamos mejores”. No quisiera añadir malos augurios, pero lamento sentirme escéptico y disentir de esta esperanza. Cuando la epidemia pase, y tras un breve periodo de luto y de recuperación del ánimo, la alegría será tanta que conducirá velozmente al exceso y a los viejos hábitos. Los supervivientes (ojalá seamos casi todos) tomarán el episodio como un paréntesis fastidioso y fúnebre al principio; después, como una gran contrariedad que les hizo perder dinero y meses de viajes y actividad. Y demasiadas cosas volverán a su antiguo ser por una sencilla razón: ni la tristeza, ni la preocupación, ni el sufrimiento, ni el miedo, nos convierten en más inteligentes ni en más modestos ni en menos engreídos y codiciosos. Quizá sí, momentáneamente y en algunos casos, en más solidarios y compasivos. En algunos casos, insisto con pesar.

Si atendemos a las reacciones durante la propia crisis del coronavirus, comprobamos que quienes acostumbran a comportarse con responsabilidad (médicos y sanitarios, farmacéuticos, sacrificadas cajeras, quiosqueros, transportistas, policías, militares, etc) siguen en ello o incluso alcanzan la abnegación. Y que el abundante resto, con sus excepciones, continúa siendo igual de egoísta, narcisista, fatuo o imbécil que con anterioridad. Nunca debe olvidarse que, hasta en las peores emergencias, siempre hay “listos” que ven en ellas una oportunidad para sus intereses, causas o planes, con los ojos puestos en su terminación. Divisan ya el retorno a la normalidad y toman posiciones para sacar provecho en el tránsito. Mientras Europa intentaba no sucumbir a la Segunda Guerra Mundial, empresarios, políticos, banqueros y “revolucionarios” colocaban sus piezas pensando en el tablero resultante a su fin. A la cabeza de todos, Stalin, como lo prueba su ocupación de los países del Este europeo que, a través de sus sucesores, se prolongó más de cuarenta años, si es que no prosigue hoy bajo nuevos disfraces autoritarios (véanse Rusia, Hungría, Polonia, Eslovaquia). Hoy también leo declaraciones que parecen dictadas por la figuración del tablero cuando éste se haya reordenado. El mezquino y el maquinador no cesan de serlo durante la tragedia, o se superan. Los podemitas (Echenique, Monedero y demás) arremeten contra Amancio Ortega y Botín porque destinan millones a ayudar a la sanidad semidesmantelada por el PP o a la población en precario. Esos millonarios tendrán sus defectos y hasta lacras, tal vez, pero no cabe denostarlos cuando echan una mano (siempre habría tiempo para eso), sino recibir su mal llamada “limosna” con los brazos abiertos y gratitud: a fin de cuentas, podrían haber permanecido impertérritos mientras los sanitarios arriesgaban su vida sin mascarillas ni guantes, y los más débiles morían más fácilmente por falta de respiradores. Por su parte, los independentistas catalanes, obsesos clínicos, sólo han vislumbrado la oportunidad de tratar de cerrar Cataluña y conseguir de facto su república, aunque sea ficticia y transitoriamente: sólo les importan sus ensoñaciones, su “hoja de ruta”, su ensimismamiento, pase lo que pase alrededor. El PP y Vox se aferran a la ocasión para torpedear al Gobierno por sus meteduras de pata y su torpeza congénita. Tampoco es momento de eso, cuando hay que aunar esfuerzos en torno a la única autoridad disponible, mal que nos pese que nos haya caído esta en suerte y no otra con más temple y brío y menos rehén de sus traicioneros socios.

No, nadie mejora por el sufrimiento y el miedo. Si acaso empeora. A los articulistas que leo con placer o admiración los sigo leyendo. A los muchos que, más que tener una opinión o una visión meditada de la situación, dan la impresión de haberse preguntado antes de enfrentarse a la tecla: “¿Qué me hará quedar hoy mejor? ¿Hablar de los ancianos dados por sobrantes, de los que se forran con las catástrofes, de los héroes ‘invisibles’, del mundo avaricioso que nos ha traído hasta aquí?”… A esos, a los demagogos en beneficio propio, ya no los logro aguantar, ni siquiera para reírme ni por curiosidad profesional. No, la desgracia no nos vuelve más racionales ni nos enseña lecciones, ni nos rebaja los humos ni el postureo ni la presunción. Todo persevera inmutable y me temo que perseverará. Para acabar con una nota de aliento, recordaré otra vez la cita de Edmund Burke, que acaso aproveche a quienes en todas las circunstancias suelen actuar con responsabilidad: “No desesperéis jamás, y, si desesperáis, seguid trabajando”.

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