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Columna
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Muy personal

Nos persigue un virus que nos ataca en lo orgánico e institucional, sin distingo, obligándonos a entender que somos uno solo colectivo

Diana Calderón
Una vista aérea de Bogotá (Colombia) el pasado 23 de marzo.
Una vista aérea de Bogotá (Colombia) el pasado 23 de marzo. RAÚL ARBOLEDA (AFP)

Es domingo, 9.15 de la noche, escribo luego de unas pocas horas de descanso en medio de este desenfrenado ritmo que nos ha impuesto el coronavirus a los periodistas en nuestra función y responsabilidad de informar minuto a minuto. Mi marido, Rafael, acaba de poner un stand up comedy ante el que lo he visto reír de esa manera en que ríe extrañamente como si le diera pena y luego de soltar la risa. Se rasca la cabeza. Pero no ahora, desde antes. Es como si estar ante el mundo estoico y al nivel del liderazgo que escogió, por alguna razón, se lo impusiera. Escribe por estos días otro libro, siempre sobre la historia, de algo en que la humanidad se repite sin remedio, de las guerras y la anhelada paz para sus hijas y nietos.

En la tarde había experimentado la superioridad de mi hija María, tan auténtica que es difícil de describir, tomando un curso virtual de Filosofía en la Universidad de Pensilvania y preocupada por pagar en dólares estadounidenses, un certificado que exigían. En Colombia la divisa está a más de 4.000 pesos, más de 500 pesos que hace dos semanas. Había ido al mercado en la mañana y vio los estantes vacíos. El abastecimiento en el simulacro de aislamiento en Colombia, al menos en el supermercado cerca a nuestra casa, era insuficiente. María hace la comida en las noches.

Estamos en el día 15 desde que llegó el primer caso de un contagiado por coronavirus. A esta hora del domingo 22 de marzo, son 235 contagiados y dos muertos en Colombia. Si creemos en un subregistro natural sobre los casos no testeados, estaremos en más de 2.000 contagiados en una población según un censo cuestionado metodológicamente últimamente es de 47 millones de personas.

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Estamos a menos de 48 horas de una cuarentena obligatoria que se llama preventiva, gracias al liderazgo de una mujer, Claudia López, que llegó a la alcaldía de Bogotá, la ciudad desde la que escribo y a la que llegué del caribe hace ya más de 35 años. Su tono aguerrido y encantador que se hizo oir, es hoy superado por una capacidad infinita para el equilibrio y una gobernanza renovada. Hecho los elogios respectivos y merecidos, a partir del 24 de marzo, el presidente Iván Duque, después de analizar y verse superado inicialmente por una realidad difícil de asumir no solo para él sino para la ciencia, tomó la decisión de cerrar la llegada de vuelos internacionales y antes declaró la emergencia económica; anunció medidas como otros países, sin haber logrado conciliar aun las iniciales presiones de los gremios económicos, naturalmente preocupados por lo que será una debacle económica como las que recuerdan las guerras que pensamos superadas.

Nos persigue un virus que nos ataca en lo orgánico e institucional, sin distingo, obligándonos a entender que somos uno solo colectivo y no algo individual. Durante el día leí a Yuyal Nohah Harari sobre lo que seremos después de la pandemia en el Financial Times y este periódico, EL PAÍS. Vi en Twitter las posiciones de los renombrados economistas, escuché emocionados a los ambientalistas sobre la aparición de delfines en la bahía de Cartagena, de un zorro en un barrio de Bogotá o unos peces en las aguas ahora limpias del canal de Venecia. Me permití una que otra cadena de autoayuda, que desprecio. Hice todas las recomendaciones para limpiar el virus: zapatos fuera de la casa, gárgaras con vinagre, sorbos de agua casa 20 minutos, disfruté como nunca del chat con mi familia. Mi madre Ivonne me contó indignada que los iraníes, según Fox News, crearon el virus, mis hermanas Ivonne y Julie cada una repasaron sus quehaceres, una con sus hijos y sus oraciones y la otra con su pareja y el anhelo de tener un hijo.

Mis amigas, Cristi, lejos de Bogotá, cuidándose e inspirándonos por su lucha admirable contra el cáncer pero sobre todo por su manera de estar y ser. Mónica contagiándonos de un positivismo que le sale por cada poro, Leque, cocinando, con esa capacidad de estar entre las montañas bogotanas y seguir pareciéndose tanto a los costeños y su palabra fácil.

En mi parche de periodistas, Sylvie pregunta si después de esta cuarentena actuaremos igual, Héctor se anticipó a todos como siempre pues evitaba los virus desde antes que nosotros, Camilo está en cuarentena y su hijo no logró llegar para estar juntos. Es la realidad de hoy: nuestros hijos son los hijos del mundo, los hijos de la globalidad sin fronteras. Laura nuestra sicóloga de cabecera nos recuerda que el universo tiene su propio equilibrio. Mi otro parche periodístico siempre cuestionando, riendo, acompañándonos. Daniel que es nuestra risa y caricatura, ahora está callado. Siempre se angustia.

Y así se pasan los días, en los que estoy conectada al micrófono, ahora desde la casa, pensando cómo responder a tantas preguntas ciudadanas, cómo preguntarle a Mariana Gómez, una enferma de coronavirus, cómo se siente, cómo encuentra en su religiosidad respuestas, si en algún momento cuando no siente presión en el pecho, encuentra respuestas en ese vacío que nos la pasamos la vida tratando de llenar.

Y de repente, un trino de la congresista Juanita Goebertus, sobre contratos multimillonarios en un ente de control. ¿En serio? Aprovechando la pandemia para robar. Y no era que la pandemia nos haría entender que este es un alto en el camino, incluso para la corrupción. Y entonces la pregunta: ¿será que mientas nos encargamos de no morirnos, siguen robando? mandando toneladas de cocaína a USA? ¿será que no están llevando los pagos a los campesinos que sustituyen cultivos?, ¿será que los Ñenes y Ñoños que financian las campañas financiadas no están con una fiebre que los haga darse cuenta que contagiados no pueden comprar conciencias, y presidentes y contratos?

Y otro, de la alcaldesa denunciando que el decreto de emergencia económica para se usará para autoprestarse recursos de los entes territoriales para dárselos a los bancos y empresas. Qué abuso cuando se requieren para el sistema de salud. Averiguaremos, mientras sigamos negativos o positivos con posibilidad de recuperarnos. A mí, al menos, no me da miedo morirme. En el Caribe nacemos con esa necesidad intensa de vivir por la proximidad de la muerte que hacemos carnaval. El único miedo es por los que dejamos sin nosotros. Y eso siempre será vanidad.

Y en medio del día, un motín de presos con 23 muertos, y una conversación con un gran amigo: se nos cayó la pauta, pero seguiremos informando. Y con él y con los mejores como Javier, como nos toque, sin parar, desde nuestras casas, que no tienen la mayoría, porque esto es pandemia o hambruna. Morirán muchos, se salvarán otros, y la gobernanza será distinta, esa que anticipando la pandemia pedían los que protestaban en las calles porque los líderes que nos han tocado hasta hoy, con excepciones como las que estamos descubriendo, han sido vergüenza para el mundo.

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