Yo sí me acuerdo, doctor
Quizá los españoles deban aprender que a los sanitarios y a los educadores hay que defenderlos cuando no parecen imprescindibles
Es importante, sobre todo para los jóvenes, situar la crisis de recursos sanitarios española en un contexto histórico. Hace tres décadas, después de unos años de ejecución de privatizaciones en todos los sectores fundamentales de la economía nacional, llegó el momento de encarar el escollo más duro del proceso. Para la liquidación del tejido sanitario común, debía invertirse la valoración ciudadana sobre sus servicios de salud. No era fácil, pues ya para entonces, los norteamericanos habían desarrollado una línea política progresista que reclamaba para su país una solución sanitaria, que encarara el abandono de millones de ciudadanos sin protección estatal. En contra de quienes consideraban que el Estado debía desentenderse de la salud de sus ciudadanos, el modelo europeo era una afrenta para la mayor potencia económica del mundo. Sin embargo, los intereses privatizadores en Europa encontraron eco en las filas de partidos políticos abiertos a experimentar con la gestión privada y el negocio médico. Fue precisamente en esa lucha intelectual cuando estalló el escándalo de la unidad de paliativos del hospital Severo Ochoa.
Los doctores que dirigían el departamento se enfrentaron a una denuncia anónima que fue expandida por la consejería de sanidad de la Comunidad de Madrid. Corría el año 2005 y el Gobierno de Esperanza Aguirre tenía un plan de negocio para la salud pública madrileña capitaneado por su consejero Manuel Lamela. La presunta trama de acusaciones falsas encontró el apoyo imprescindible de periodistas, altos cargos, jueces y empresas del sector de matriz privada o religiosa. La alarma entre los ciudadanos fue notable y el doctor Luis Montes personificó la lucha tenaz por demostrar su inocencia y su trabajo honrado tras ser cesado por sus superiores políticos. Para cuando los tribunales desestimaron las acusaciones por asesinato en las sedaciones médicas, habían pasado tres años. Tres años que fueron un implacable destrozo en la salud pública con políticas a favor del negocio privado al que fueron pasando uno tras otro los responsables políticos tras hacer su labor de termita y destrozo desde el corazón de lo público.
Las mareas blancas fueron un fenómeno sin equivalente en el mundo occidental por el cual los médicos y personal sanitario se enfrentaron a cara descubierta contra sus responsables políticos con la única misión de tratar de lograr que los ciudadanos fueran conscientes del daño que se estaba causando a su sistema público hospitalario. Muchos de los ciudadanos prefirieron la ignorancia o el consuelo de pensar que detrás de esos actos había intereses partidistas, tan habituales. Hoy, los españoles salen emocionados a aplaudir a sus servicios de salud y emergencias, pero quizá deben aprender que a los sanitarios y a los educadores hay que defenderlos cuando no parecen imprescindibles. Tarde o temprano lo son, indefectiblemente. El doctor Luis Montes murió en plena lucha por alcanzar un protocolo de muerte digna para los pacientes terminales, esa fue su última batalla tras tantas otras. Esta crisis ha obligado a aceptar mucha indignidad, mucho abandono y mucha solución urgente y deshumanizada para quienes mueren asediados por el virus. Pero cuando llegan las ocho de la tarde no nos olvidamos de él ni de las mareas blancas. Ahora sí entendemos aquello de lo que pretendían advertirnos en los años de la bonanza económica.
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