‘Salus populi suprema lex’
La democracia no es disfuncional para combatir este tipo de situaciones; lo que sí lo es una determinada forma de ejercerla, aquella en la que domina el modelo de política adversaria
Cuando nos enfrentamos a un enemigo real y compartido, cuando la única forma de doblegarlo es mediante la cooperación y la unidad, ¿qué grado de división política nos podemos permitir? La pregunta es relevante, porque roza otra que ya empieza a suscitarse, la de la menor preparación de los sistemas democráticos para afrontar este tipo de crisis en comparación con los autoritarios.
Las sociedades abiertas supieron batir a los fascismos en confrontaciones bélicas, y al autoritarismo de tipo soviético en tiempos de paz. Ahora observamos, sin embargo, que muestra rasgos disfuncionales cuando aquello frente a lo que nos enfrentamos es a un enemigo invisible. Ya sabemos que aquí y en otros lugares se impuso la duda frente a la resolución. No porque no se viera venir el peligro —China nos lo mostró en toda su crudeza—, sino porque en una democracia hay que cubrirse de razones antes de limitar derechos. Precisamente porque estos se respetan, no como en las dictaduras. Y porque los liderazgos temen más a la ira de sus ciudadanos que al propio virus. Por eso no se atrevió Sánchez a prohibir las manifestaciones del 8 de marzo o Macron a impedir las elecciones locales. Tanto nos hemos acostumbrado a liderazgos demediados, reducidos al seguidismo de los humores sociales, que cuando hay que ejercerlo de verdad se ve obligado a justificarse en la “racionalidad científica”; o sea, en lo que no es opinable.
Mi tesis es que la democracia no es disfuncional para combatir este tipo de situaciones; lo que sí lo es una determinada forma de ejercerla, aquella en la que domina el modelo de política adversaria. Es decir, ajena a la misma idea de bien común; el bien siempre se mide por el interés de cada parte. Por tanto, no pueden existir enemigos comunes de la polis, solo pueden serlo los adversarios políticos. Es lo que hemos visto en la actitud de Torra y de algunos personajes de la oposición, como esas declaraciones de Álvarez de Toledo acusando al Gobierno de “politizar el dolor”. (Oiga, al decir lo que dice es usted quien cae en lo mismo que está denunciando). O en Podemos, que trata de sacar ventaja partidista de esta coyuntura al ponerse al frente de la cacerolada antimonárquica en un momento en el que está sentado en el Consejo de Ministros, y busca silenciar toda crítica movilizando a su ejército en las redes.
Las redes. Puede que aquí esté la clave de todo. Es curioso, uno mira por la ventana y contempla una sociedad sin sociabilidad, impera la paz y el silencio. Se vuelve luego al ordenador o al móvil y cree encontrarse en un bazar oriental, lleno de voces y ruido. Hemos trasladado el vínculo social al espacio digital. Por eso sobrevivimos. Gracias también a los medios tradicionales. Es la parte buena de esta crisis, que allí empieza a abrirse paso una comunicación en la que ahora predomina el “nosotros”, lo que nos unifica en el sufrimiento. Somos una sociedad virtual, pero sociedad después de todo, no lo que antes allí anidaba, las tribus con su hiperventilación del nosotros/ellos. Claro que cabe la crítica, si no perderíamos nuestra misma identidad democrática, pero sin perder de vista quién es el verdadero enemigo y cómo derrotarlo unidos. Salus populi suprema lex.
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