Tampoco esta vez es un juego de niños
Las estrategias para combatir el coronavirus no son las mismas que se utilizan en una guerra convencional
La envergadura de las medidas que se están poniendo en marcha para frenar la extensión del coronavirus ha llevado a algunos a decir que se libra una guerra. Muchos Gobiernos ponen severas restricciones a los desplazamientos, crean gabinetes de crisis, sacan el Ejército a la calle, lanzan grandes paquetes económicos para paliar las ingentes anomalías que se derivan de meter a la gente en sus casas, modifican drásticamente la vida de las personas. La cosa se está poniendo tan seria que hay mandatarios que no suelen pecar de frívolos que se han referido a la Segunda Guerra Mundial para poner en alerta sobre las actuales circunstancias: por los sacrificios a los que obliga el desafío, por las consecuencias que pueden derivarse de las iniciativas tomadas, por la movilización de recursos. Igual también por el miedo y el desamparo.
“Hace varias semanas que me lo digo: la guerra se parece mucho a un juego de niños: las cosas que se arrojan encima, la persecución bien de los unos, bien de los otros, el montículo del que son desalojados sucesivamente, etcétera”, escribió Paul Léautaud el 20 de junio de 1940 en su diario (19 tomos de pura literatura), pocos días antes de que Hitler recorriera París, ocupada ya por los nazis. Pero el escritor francés subrayaba enseguida que, en la guerra de verdad, “hay que añadir los muertos y las ruinas”.
Si existe una guerra contra el coronavirus, se trata desde luego de una que no se parece mucho a las libradas hasta ahora. Salvo, claro, en los muertos y las ruinas. No hay bombardeos, no hay trincheras, los oficiales de los Estados Mayores no se afanan en diseñar maniobras para que sus batallones avancen o retrocedan, no se ha desatado la violencia que se produce en los combates a campo abierto o en los terribles cuerpo a cuerpo. El mismo día de 1939 en que Alemania invadió Polonia, Léautaud fue al Ayuntamiento a recoger una máscara de gas. “Es insoportable”, apuntó. “Al probármela, han tenido que quitármela de inmediato, casi me desmayo”. Luego explicaba que, además, le resultaba imposible ponérsela con gafas. Hábitos nuevos y obligaciones incómodas: de eso ya saben los ciudadanos que han tenido que recluirse.
Léautaud tenía más de 70 años durante aquella temporada del siglo XX en que el mundo se convirtió en un infierno. Llevaba trazas de mendigo; vivía solo, pero pendiente de sus perros y sus gatos; procuraba sortear como podía las penurias que generaba el conflicto. Cuando las tropas alemanas se acercaban a París, y eran muchos los que se lanzaban a las carreteras para huir del peligro, Léautaud decidió quedarse. “Soy un anciano. No tengo armas en mi casa: soy un civil inofensivo. ¿Qué diablos podrían tener contra mí? Aquí me quedo. No es valor. Es cuestión de sangre fría, de indolencia, de indiferencia”.
La opción de irse o de permanecer no está contemplada en la campaña para evitar que la pandemia haga estragos. No hay otra que quedarse, y lo más conveniente es desaparecer en nuestros hogares. Léautaud se preguntaba por el aplomo que tendría si se presentaban ante su verja unos soldados alemanes. “Si es por la mañana, al levantarme, cuando estoy de tan mal humor, ¿sabré dominarlo?”, escribió en su diario. “¿Sabré, también, no parecer completamente abatido?”. El aplomo que hoy habría que exigirse es distinto: sacar fortalezas de donde sea para aprender a vivir con los más próximos durante un tiempo. ¡Ánimo!
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