El tonel y la torre de marfil
La publicación del impúdico Diario literario de Paul Léautaud es un acontecimiento que desmiente el tópico de que las mejores autobiografías son póstumas
Uno lleva años escuchando a editores de España y Latinoamérica su deseo de editar los diarios de ese escritor “secreto” que fue Paul Léautaud. No ya los 19 tomos que componen la edición original, comenzados a publicar poco antes de su muerte, sino al menos una selección. Pues bien, algo ha debido de cambiar en la manera en que leemos, por fin, los textos autobiográficos como gran literatura, a la altura de cualquier obra maestra de la novela, para que ya no parezca un suicidio editorial. Esta primera edición en nuestro idioma del Diario literario se basa en la excelente selección, de casi mil páginas, de Pascal Pia y Maurice Guyot para Mercure de France en 1968. Puede considerarse, sin exagerar, un acontecimiento literario, gracias también a la excelente traducción de Cecilia Yepes. “Un libro”, como querría el propio Léautaud, “que se parece a una charla. Suerte que sea una obra maestra.”
Paul Léautaud (1872-1956) es una figura a la vez transparente y esquiva: se desnudó en sus escritos con una valentía que desmiente el tópico de que las mejores autobiografías son póstumas, pero a la vez se marginó voluntariamente por su carácter ácrata, cascarrabias y de tradición moralista, más cerca del tonel que de la torre de marfil. Es difícil separar al hombre del escritor, defecto en el que también incurre su radical subjetividad. Corremos un riesgo señalado por él mismo: hacer “otro retrato, más que una crítica literaria”.
Paul Léautaud fue un niño abandonado por su madre, cantante de opereta, a los tres días de nacer. Fue un adolescente criado por su padre, hombre de teatro, seductor y superficial, y sus ocasionales parejas. Las heridas de sus orígenes marcan la escritura de sus primeros libros, tres obras maestras: Le petit ami, de 1903 (traducido en España como Recuerdos ligeros; Menoscuarto Ediciones); In memoriam y Amores, de 1905 y 1906 (publicados en un solo volumen por la Universidad Diego Portales).
Fue un pacifista extremo, con los años más gruñón, contradictorio, antisemita, antifrancés, antialemán… “Comprendo todo, disculpo todo”
En estos libros, donde reconoce estar enamorado de su madre en el sentido sensual y le afea a su padre fallecer un martes de carnaval (“qué ocurrencia, disfrazarse de muerto”), sobresalen la ironía y la burla como defensas de una exposición descarnada. También como temperamento y ritmo: la ironía es la sal de las comidas, conserva la sustancia y potencia el sabor.
Además, hay que añadir una moral de estilo: no dar lástima. Léautaud no quiere reconocerse como víctima. Se ha hablado de escritura funeraria a propósito de sus primeras obras, pero, más allá de que la muerte es una oportunidad para lucirse (para entonar su vanidad de vanidades), la principal característica de sus diarios es la vivacidad. El modelo hay que buscarlo en el siglo XVIII (Diderot, Chamfort) y en los escritos autobiográficos de su amado Stendhal, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo.
Una escritura que no inventa, sino observa. “No me gusta la gran literatura”, insiste. “A veces escribir bien es ser un hortera”. Por otra parte, no hay nada anticuado: “Yo soy un hombre de hoy. Es la vida de hoy lo que me interesa. Escribo sobre lo que veo o sobre lo que me pasa. Ese batiburrillo del pasado no me interesa”.
Cuesta resumir mil páginas de apasionantes tramas y subtramas, destellos de ingenio, mordacidad y compasión. Desde su mesa de empleado precario en el Mercure de France, Léautaud retrata el mundo literario con una “libertad de espíritu poco común”: Gide, Valéry, Apollinaire… La recepción de sus obras, los tejemanejes de un Premio Goncourt que se le negó en dos ocasiones por “inmoral”, las víctimas de sus crónicas teatrales con el seudónimo de Maurice Boissard, las penurias económicas y el pendular alejamiento de los hombres en favor de los gatos: llegó a tener más de cincuenta animales viviendo en su casa.
Asimismo destaca la impudicia de sus capítulos “sexuales”, el tardío despertar al placer, ya mediados los cuarenta años, que Léautaud seleccionó de este Diario literario en cuatro volúmenes íntimos independientes (uno de los cuales publicó Seix Barral con el título inexacto de Diario). Y, por último, su atención a la historia de un siglo en guerra. “Los hombres elevan a altares a quienes los han conducido a la carnicería”, escribe, porque Léautaud fue un pacifista extremo, con los años más gruñón, contradictorio, antisemita, antifrancés, antialemán… “Comprendo todo, disculpo todo, me rindo ante todo. No ante la estupidez”.
En su vejez, con su aspecto de clochard presocrático, Léautaud vivió una breve popularidad gracias a unas entrevistas radiofónicas en las que se despachó a gusto contra todo. Después vino el mito, un mito secreto cuyo vigor literario empequeñece mucha de la actual “autoficción” que pasa por revolucionaria.
Lo recomendaba Julio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso: “Sería necesario leer cada mañana, antes de empezar el día, un par de páginas del diario de Paul Léautaud, a fin de afrontar la vida sin ninguna pretensión, ni énfasis, ni ilusión”.
Diario literario. Paul Léautaud. Traducción de Cecilia Yepes. Fuentetaja, 2016. 920 páginas. 45 euros
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