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ideas | trabajar cansa
Columna
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Enfermos modernos

Fantaseo con que se quede todo bloqueado, cierren colegios y empresas, como cuando eras niño y deseabas que nevara para no ir al colegio. Viviríamos algo entrañable como país

Getty Images
Íñigo Domínguez

No sé si les pasa, pero cada vez que veo, por ejemplo, a Rafa Nadal al otro lado del mundo en su enésimo partido, pienso: jo, qué rollo de vida, todo el día jugando al tenis. Me pasa con cualquier deporte, que, aunque me guste mucho, creo que llevado a la saturación solo puede ser aburrido. Sí, siento envidia, o como pueda llamarse eso, porque verán que es muy raro cuando lo cuente, al despertar de madrugada, ir a la cocina, encender la luz y sorprender a un bichito por allí, paseando mientras todos duermen, a lo suyo. Cuánta normalidad.

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Vivimos en continua tensión productiva y todo es fijarse en el dinero que se le puede sacar a cada cosa. En cada carnaval, el dato decisivo es su impacto económico, y, la verdad, así pierde toda la gracia y se te quitan las ganas de ir. Y, en fin, me ocurre igual con el coronavirus, que, al margen de la obvia preocupación por las personas que sufren, no le veo tanto problema. Ahora que hemos pasado el primer párrafo y ya estaremos leyendo esto cuatro gatos, confieso que fantaseo con que se quede todo bloqueado, cierren colegios y empresas, como cuando eras niño y deseabas que nevara para no ir al colegio. Viviríamos algo entrañable como país, que ya es hora. Yo creo que desde la última Eurocopa. Paramos este frenesí, nos quedamos en casa, hablamos unos con otros, vemos las fotos antiguas, charlamos una hora al teléfono con un amigo que está lejos, cocinamos un bizcocho, jugamos al parchís. Piénsenlo, nadie tendría prisa y todo el mundo estaría relajado, obligado por imperativo legal, ¿no sería maravilloso? No serían unas vacaciones, sería mucho mejor, porque las vacaciones también se han convertido en un estrés. Y bien explicado sería todo lo contrario del pánico, como un retiro espiritual casero (además, la Semana Santa también es un circo y para eso ya no sirve).

Ha salido un librito precioso de Vicente Valero, Enfermos antiguos (Periférica), y habla exactamente de esto, de cómo se vivían antes las enfermedades, con otro ritmo, con otra filosofía. Parte de esta frase: “Íbamos a visitar a los enfermos. ¿No lo recuerdas?”. Y echan a rodar los recuerdos, como la bola entre los juguetes al principio de la película Matar a un ruiseñor. Vicente Valero evoca aquellas tardes: “Se diría que en aquellos tiempos existían las enfermedades largas, o que los médicos —aquellos médicos parlanchines, fumadores y un poco despreocupados, que entraban con su maletín en las casas como fontaneros dispuestos a arreglar una pequeña avería sin importancia en el baño o en la cocina— acostumbraban a ordenar reposo con frecuencia; o que, en definitiva, también en la enfermedad, como en cualquier ámbito de la vida, no se conocían las aceleraciones posteriores. Se practicaba, pues, con mejor o peor ánimo, la convalecencia: aquel modo de tiempo suspendido, aquella pausa que los cuerpos y las mentes exigían, aquel arropamiento”.

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Este miedo a parar todo revela, creo yo, algo muy loco de nuestro tiempo: nadie puede permitirse una pausa, o eso cree, y no soportamos lo imprevisto. Era asombroso ver algunas declaraciones de la gente que se quedó en Canarias cuando suspendieron los vuelos por la calima, enfadadísimos y ofendidos como si fuera culpa de alguien y no del mal tiempo. Parecían decir: no hay derecho, para algo pago mis impuestos. Y no era culpa de nadie, es que la vida es así. Valero reflexiona sobre cómo era antes detenerse, visitar las casas, pasar el rato, y concluye: “Las consecuencias, digamos sociales, no me parecían del todo incómodas, a veces incluso bastante amenas”.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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