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ideas | cuestión de fondo
Columna
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El relativismo

Damos por bueno no ofender sin que ello nos obligue a creer. Sabemos que no nos sirve ya, pero disimulamos

Garry Solomon (Getty Images/EyeEm )
Amelia Valcárcel

El relativismo ha tenido tanta fortuna que a la mayor parte de la gente le resulta conocido aunque nunca haya tratado con él. Que todo es relativo parece un mensaje del sentido común con pocos detractores. Y la teoría de la relatividad vino a dar el golpe de gracia: con su mero nombre lo transformó en el espíritu de los tiempos. Pero estrictamente llamamos relativismo a afirmar que en los negocios humanos tanto valen unas conductas como otras. Es asunto antiguo por lo que podemos saber.

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Ya vieron los griegos cuando, navegando, establecieron los primeros contactos que en algunos sitios las gentes cuidaban a sus hijos y en otros los sacrificaban a los dioses. Los de allí comen unas cosas y abominan de otras. Aquellos entierran a sus muertos, esotros los queman y hasta hay los que se los comen. Lo asombrosamente vario del mundo ya aparece transfigurado en la Odisea. Un par de siglos después de fijarla bien por escrito apareció la primera y rápida conclusión: nada es mejor que nada, simplemente es distinto. Ya los sofistas se mofaron de que los de Corinto presumieran de su luna. Y que los de Atenas estuvieran seguros de que la propia brillaba mucho más. Dar la razón a unos u otros sería cansino: allá cada cual.

Por la misma regla, cada pueblo, cada tribu, cada quisque tiene por buenas unas cosas y se aparta de otras como de la peste. Unos comen perros, previamente desollados vivos; otros los tienen por impuros y asquerosos y no los dejan vivir cerca. Y nosotros sin ir más lejos los tenemos por los bichos más moralmente perfectos. Allá cada cual. Si no te gusta lo que hace el vecino, no mires. Si no te agrada como vive, no lo visites. En tu mano está.

El relativismo es una buena cabaña; se puede pasar en ella una noche si no hay más remedio. Pero no sirve para quedarse a vivir. Esto dicen que dijo Kant. Y puede que sea una buena comparación. De hecho no hay sociedad humana que haya podido mantenerse dentro de él. Es más, cuando arrecia, a la vuelta de la esquina se presenta su antónimo, el fundamentalismo. Al discreto relativismo de los sofistas siguió el indudable derecho romano. Y a los tonteos relativistas de la baja romanidad, el triunfo del cristianismo más violento. Lo mismo ha ocurrido en el caso del islamismo: a periodos de cierta holgura les han sucedido épocas de rigorismo. Pero, como vemos, el relativismo es antiguo. Es un viejo compañero siempre dispuesto a presentarse. Fue el acompañante necesario del primer escalón histórico en el conocimiento moral. Digamos que para una más afinada comprensión de las normas es preciso saber de su verdadera universalidad. Si por la misma cosa unos cantan y bailan mientras que otros lloran, se hace imperioso pararse a pensarlo. Por si la prudencia estuviera solamente de una parte. Pero esa es una de sus caras. Tiene dos: desde los inicios la filosofía lo tuvo como una buena ayuda para descartar certezas abusivas. Saber qué está bien es una; dudar de la demasiada certeza, la otra.

Ahora el problema es su vigencia. Aunque se ha presentado más o menos en escena durante los dos últimos milenios, no siempre ha enseñado los calcetines. Cuando las religiones ordenan el mundo posible no suele comparecer. Se duerme en una cueva. Despierta cuando la luz de la libertad ilumina la escena. La última gran entrada la hizo el relativismo hace relativamente poco y fue de la mano de ­Lévi-Strauss. Se había cerrado la II Guerra Mundial y creado la Unesco. El antropólogo fue invitado a dar la conferencia inaugural y propositiva, digamos, la declaración de intenciones. Y allí lo dijo: no existe manera mejor de ser un ser humano. Todas las culturas valen lo mismo. Todas se adaptan a su ambiente. Y, para rematar, aseguró que el progreso no existe ni tampoco se lo espera. Sí, es cierto que el antropólogo se corrigió a sí mismo 20 años después. Cuando escribió que la universalidad es el carácter formal de la naturaleza. Pero la piedra fundacional había sido colocada de nuevo. La piedra sobre la cual sólo cabe construir una cabaña. Pero nunca una casa. El relativismo campa en este momento de la globalización, aunque casi parece más una especie de cortesía que una convicción verdadera. Vale decir que damos por bueno no ofender sin que ello obligue a creer. Sabemos que no nos sirve ya, pero disimulamos. Falta poco para que nos demos cuenta de que es además anacrónico. Con él damos por buenas cosas de las que sabemos a la perfección que debieron ser abolidas para que fructificase. O sea, que, como Munchausen, nuestro falaz relativismo se sostiene tirando de sus propios cabellos.

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