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ideas / Cuestión de fondo
Columna
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¿Seguid a la doncella?

Cuando una sociedad teme por sí misma, dos figuras, el Niño y la Doncella, comienzan a dibujarse en su horizonte

Daniel Rivas Azcueta a hombros de su padre en la primera gran manifestación de la Transición en Madrid, contra la carestía de la vida, el 22 de junio de 1976.
Daniel Rivas Azcueta a hombros de su padre en la primera gran manifestación de la Transición en Madrid, contra la carestía de la vida, el 22 de junio de 1976.César Lucas
Amelia Valcárcel

"Un ser humano puede equivocarse; la humanidad, no”. Esa es una sentencia que se escribe de vez en cuando y goza de regular asentimiento. Ahí va otra: “Nadie obra contra su propio interés”. Se podrían acumular más, pero sirvan de cumplido ejemplo de la confianza racionalista que nos acompaña desde la modernidad. Cierto que hace más de un siglo abundante que Freud socavó esa seguridad y confort racionalistas en la acciones individuales y colectivas. Apuntó hacia islas sombrías donde ni la razón ni el cálculo llegaban. Pero lo suyo fue una desconfianza que planeó y no tocó fondo. No al menos hasta que un extraño discípulo no propuso una buena explicación de la irracionalidad humana de base. Allí donde el maestro veía simplemente elementos pasionales binarios e indestructibles, en esa misma zona de la mente, Carl Jung encontró un bosque plagado de árboles oscuros, inmemoriales e igualmente eternos. Los llamó arquetipos.

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La infancia es relativamente reciente. De hecho, no hemos sabido representarla bien hasta hace pocos siglos. La infancia como categoría especial de la vida. Ahí está la obra inmensa de Philippe Ariès para recordarlo. Pero de siempre la hemos conocido bien por su contrario. La infancia es lo opuesto y complementario de la vejez. Algo nos sonará. El año nuevo es un niño y el que se va un anciano canoso que apenas puede con su larga barba. Ese niño es, por serlo, bienvenido. En el niño que nace se saluda al futuro, pero porque también se le teme. Digamos que está por descifrar. Es el último retoño del árbol indestructible. Lo sabemos reconocer al Niño. Y también a otro arquetipo, la Doncella. A veces van juntos. Si él es el futuro, incierto, esperanzado y temible a la vez, ella es la víctima perfecta. La Doncella evoca su aniquilamiento que propicia a los dioses esquivos. Pues bien, ante casos de flagrante miedo al futuro ambos reaparecen. Cuando una sociedad teme por sí misma o, más aún, se representa el Fin, entonces ambas figuras comienzan a dibujarse en su horizonte.

Estos emblemas, el Niño y la Doncella, muchas veces van juntos en nuestra iconografía subliminal. Allí donde la nostalgia del salvador puede volverse insoportable, si no aparece él, se presenta ella, la perfecta e impecable víctima. La Doncella será llevada al altar o a la tumba del héroe para sacrificarla en unos casos, o bien, divinamente inspirada, levantará tras de sí a un ejército de nuevo cuño que se aprestará a vencer con el tributo de su sangre al antiguo árbol del destino. Niños hemos visto en las manifestaciones, y hace de esto cierto tiempo, que se convierten en imágenes necesarias, en emblemas. Se les pone por delante. Evidentemente no han ido a la cabecera por su propio pie, sino que alguien los ha situado allí para que cumplan una función. Es un caso flagrante de recurso al arquetipo. El problema es que permitimos que ocurra. Una sociedad madura debería desconfiar de cualquier causa que el Niño o la Doncella avalen, no porque la causa merezca menos atención, sino por el recurso irracional al que señalan. Pero no sólo lo toleramos, sino que últimamente se devalúan: salen en manifestaciones, Parlamentos, procesiones y hasta en las verbenas. Nos cuentan, nos riñen, nos avisan, nos cantan. Mañana y noche.

¿Por qué lo toleramos? Aclaro: por qué lo toleramos las sociedades abiertas. Las sociedades que suponemos herederas de las ideas claras y distintas, de la crítica justa y perseverante a los ladridos emotivos del hipotálamo. Cuando delante va el futuro o la víctima perfecta, lo sabemos reconocer muy bien. Y, con todo, propiciamos el circo. Porque que nada hay de bueno en él, también nos consta. Los débiles o quienes peligran nunca deben ir en cabeza. Sabemos que nadie con auténtico sentimiento paternal pone a sus hijos por delante, sino que las madres y los padres se ponen ellos por delante. Ese es el buen orden. El otro es el camino abisal del emblema y sus tormentosos tiempos.

No me pregunto siquiera por la responsabilidad moral que estamos contrayendo con lo que propiciamos, sino por su sobreentendido. Tampoco pretendo no tomar cuenta de que tenemos pasiones, ciertamente, pero solíamos pensar que no debemos dejarles libre el espacio público relevante. Vivimos bajo el azote de la retórica. Me preocupa simplemente el desgaste. Alguien con no demasiadas luces o definitivamente idiota está manoseando tanto el asunto que agotará el recurso. Estas figuras son enormes, pero son de vidrio. Exhibirlas tan a menudo es insensato.

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