¿Olvidas tus problemas con una película? Es el poder del cine
Personajes con los que nos sentimos identificados. Emociones que parecían dormidas en nuestro interior, pero que afloran al escuchar un diálogo o ver una escena. Las películas son algo más que entretenimiento, actúan sobre el inconsciente.
Por qué, al ver que sorpresivamente en Los pájaros, de Alfred Hitchcock, cientos de gorriones invaden la casa de Mitch Brenner, nos sobrecoge un sentimiento de inquietante extrañeza, como si estuvieran irrumpiendo en la nuestra? Mientras estamos absortos en una película, podemos llegar a perder la noción del tiempo y olvidar que nos encontramos a oscuras, sentados en una butaca compartiendo una secuencia de imágenes con otras personas. Por medio del juego de luces sobre la pantalla se abre ante nosotros un mundo entero, irresistible, que nos transforma en protagonistas de una historia, sin fronteras entre la de la película y la propia. Su sorprendente poder estético nos atrae y nos induce a participar de una manera muy peculiar. La acción del cine en el inconsciente es quizás más profunda que la de cualquier otro medio de expresión. Por lo menos, así lo sugiere el psicoanalista Félix Guattari, quien en los setenta lo describió de manera controvertida como el “diván del pobre”.
Las explicaciones sobre su poder para absorbernos generalmente lo atribuyen a un proceso especial en la mente del espectador: desde la fantasía y la satisfacción de los deseos en una interpretación psicoanalítica hasta la de vernos involucrados en un juego de “hacer creer”. El director de cine Luis Buñuel lo capta con precisión cuando dice: “La memoria es invadida constantemente por la imaginación y el ensueño y, puesto que existe la tentación de creer en la realidad de lo imaginario, acabamos por hacer una verdad de nuestra mentira. Lo cual, por otra parte, no tiene sino una importancia relativa, ya que tan vital y personal es la una como la otra”. Parte del placer de ver una película, señala Ira Konigsberg, catedrático de Cine en la Universidad de Míchigan, deriva del hecho de que, mientras asistimos a ella, nuestra atención es guiada de manera inmediata y controlada, como si la cámara estuviese mirando por nosotros —rastreando los objetos, imponiéndoles un significado y una narrativa—. Todo lo que vemos está, en principio, a nuestro alcance —al menos, al de nuestra mirada— marcado por el imperativo del “yo puedo”.
El potencial evocador del cine nos hace sentir como si estuviéramos dentro de la película. No la observamos desde el exterior, por así decirlo, ni ponemos en duda lo que está sucediendo. Nos identificamos con los personajes y participamos activamente de la intriga en la que, como apunta el psicoanalista Juan David Nasio, lo semejante se trata mediante lo semejante; de esa manera se da lugar al principio aristotélico de catarsis, a través del cual, el espectador se transforma en actor y se libera de la tensión de las pasiones que agitan su inconsciente al ver su drama íntimo representado en la pantalla. El filósofo Maurice Merleau-Ponty propone que, al convertirse nuestros actos más ordinarios en acción cinematográfica, percibimos las cosas de manera diferente. Las minucias de la vida cotidiana adquieren una importancia simbólica. La psicoanalista Françoise Davoine concuerda con que son las pequeñas cosas familiares —My Favourite Things, como canta Julie Andrews en Sonrisas y lágrimas—, por medio de las que el yo expresa su voz, a través de una fusión de nuestra identidad con la de los personajes de la película.
Dentro de la cápsula del tiempo condensado que una película ofrece, el cine nos incita a deambular en nuestro interior y a explorar emociones a las que no tenemos acceso en la vida cotidiana. Activa distintos tipos de memoria que operan simultáneamente en el cerebro. Nos permite viajar mentalmente en el tiempo y tomar conciencia del pasado, recrearlo en la mente e imaginar posibilidades de escenarios futuros. Para que ello pueda ocurrir, se requiere de un espectador activo y dispuesto a responder con sus propias asociaciones, como ocurre en una sesión de psicoanálisis. De hecho, en 1925, el director de los estudios MGM, Samuel Goldwyn, viajó a Viena para invitar a Freud a que expusiera sus teorías a través del cine. A pesar del impacto de este medio sobre la mente, Freud expresó su desdén por Hollywood y se abstuvo de participar.
No obstante, el cine y el inconsciente han estrechado sus lazos gracias a la neurociencia. Buñuel —que ya en 1929 había incorporado uno de sus sueños con otro de Dalí en su célebre película Un perro andaluz— encontraría curioso el hecho de que, en la actualidad, Yukiyasu Kamitani y colaboradores de la Universidad de Kioto hayan logrado proyectar secuencias de sueños en la pantalla de una computadora. Empleando tecnologías de escaneo cerebral, han conseguido transformar el cerebro en cámara y proyector. De hecho, desde sus orígenes, el cine ha evocado los sueños y la manera como se tejen las historias en nuestra mente. El cine atrae porque nos confirma que para poder sostener nuestra experiencia de la realidad requerimos de la fantasía, en tanto que la realidad por sí misma no nos sería evidente. Lo que sentimos entre líneas en cada toma de una película está cargado de significado personal y orienta nuestras fantasías hacia el lado de la realidad. En palabras del director Jean-Luc Godard: “El cine es la verdad 24 veces por segundo”.
David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista.
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