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ARCHIPIÉLAGO
Columna
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Uno no sabe (Venecia, Bogotá)

Hoy hay 80.000 familias colombianas a la espera de alguna noticia de los hijos o las hijas que de un día para otro jamás volvieron a ver

Ricardo Silva Romero
Mujeres buscadoras de desaparecidos marchan en Pasto, Colombia.
Mujeres buscadoras de desaparecidos marchan en Pasto, Colombia.Comisión de la Verdad

En La vorágine, la novela de 1924 que encarna esta violencia, hay un personaje secundario con vocación de personaje principal que un siglo después sigue resumiendo el drama colombiano: se trata de un anciano de “elevada estatura”, “tímidos ojos” y “canillas llenas de úlceras”, el traicionado Clemente Silva, que “durante dieciséis años había vagado por los montes trabajando como cauchero y no tenía ni un solo centavo”, pero que hacía lo que hacía en busca de los huesos de su hijo. En La siempreviva, la obra de teatro de 1993, se pone en escena el mismo asunto de una manera espeluznante: a la señora Lucía se le va la vida siguiendo el rastro de una hija perdida en las tomas del Palacio de Justicia. Y uno, como lector de Colombia y de sus tramas, vive pensando que ya son típicas de acá esas familias que a duras penas viven con los fantasmas de sus desaparecidos.

Hoy hay 80.000 familias colombianas a la espera de alguna noticia de los hijos o las hijas que de un día para otro jamás volvieron a ver. Y ahora que acaba de cumplirse el primer año del atentado que terminó con la vida de 22 personas en la Escuela de Cadetes General Santander, y ahora que se confirma que en lo que va de este 2020 se ha estado asesinando a un líder social cada día, no solo va siendo hora de encontrar un colombianismo para nombrar a quienes han sufrido el revés –la emboscada de la vida: la traición– de quedarse huérfanos de hijos, sino que va siendo el momento de aceptar que no hemos terminado de entender las dimensiones de nuestro horror: “Muchos sectores siguen sin reconocer la gravedad de lo que aconteció”, dijo la investigadora María Emma Wills en el balance de los primeros dos años del tribunal especial para la paz, y podría haber dicho “de lo que acontece”.

Pienso en todo esto, o sea en Colombia como una nación de padres que entierran a sus hijos, porque en plena conmemoración del primer año del salvaje ataque del ELN a la Escuela de Cadetes –en el barrio Venecia del sur de Bogotá– los padres de algunas de las víctimas reflexionaron sobre el duelo que han tratado de sacar adelante, lamentaron que la justicia siga siendo así de lenta a la hora de investigar semejantes actos de barbarie, y recordaron, en un especial del diario El Tiempo, que en los días previos sus hijos vivían temiendo que viniera un atentado porque “habían encontrado dentro de las instalaciones una bolsa con dos pistolas y un lema que decía que en la General Santander correría sangre”: “Papá, nos tienen asustados porque están pasando muchos drones por encima de la Escuela y es peligroso que nos manden una bomba”, dijo uno de los muchachos unas semanas antes de morir.

Duele en el estómago, porque al tiempo da rabia, que los padres del cadete Mosquera hayan tenido que ir al grado póstumo de su hijo. Duele que tantos supieran que aquello podía pasar. Duele que, en medio de una guerra tan evidente y tan brutal, el Gobierno prefiera gritar a negociar.

Pues todo vuelve, una y otra vez, a una frase que pronunció la hermana del cadete Carvajal hace unos días: “Uno no sabe cuál es el precio de la guerra hasta que pone un muerto”, dijo.

Tengo entre mis archivos una fotografía de 1976 en la que puede verse a mi abuelo, de sombrero y de bastón, unos segundos antes de entrar a la morgue a reconocer el cadáver de su hijo asesinado. Y pienso que Clemente Silva, el padre de La vorágine, no clama justicia, sino que cree que vivir es seguir viviendo. Y doña Lucía, la madre de La siempreviva, asume ese coraje colombiano que se parece a la locura. Y mi abuelo parece estar pensando, en esa foto, que uno no sabe nada de Colombia hasta que le sucede. Y ojalá alguien esté escuchando las plegarias de los padres sin hijos.

@RSilvaRomero

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