El hotel que acogió a una sola estrella de Hollywood, sirvió de cárcel y es la casa de 1.800 okupas
El Gran Hotel de Beira fue una opulenta joya arquitectónica bajo la dominación portuguesa de Mozambique. Apenas abrió una década. Esta es la asombrosa historia de un edificio que superó hasta el paso del huracán Idai y describe el devenir de un país
A pesar del gris de las paredes raspadas y las manchas de humedad, la habitación 226 es espaciosa y está ordenada. Donde había un armario empotrado, Isabelle Lindre ha colocado bidones para el agua, tres bolsos y el uniforme de su hijo, colgado bien a la vista, como un trofeo. Una mosquitera azul oculta el colchón apoyado en el suelo. Ella, con una barriga de nueve meses, se mueve lentamente hacia la puerta de madera podrida que da a una terraza, la abre de par en par, e inspira con los ojos cerrados la caricia fresca del océano. Quizá olvida por un instante que vive en el segundo piso de una barriada de chabolas. De las más grandes e insensatas del África austral. Isabelle nació hace 22 años en esta consumida paradoja de cemento. “Y aquí moriré”, asegura sonriendo apenas. “¿Dónde voy a ir, con dos hijos y sin dinero?”.
Beira es la segunda ciudad de Mozambique, después de la capital, Maputo, por número de habitantes (unos 500.000) y por una economía que, ya desde la época portuguesa, gira en torno al puerto del océano Índico, infraestructura vital también para los Estados limítrofes. En el cruce entre rúa De Paiva y avenida Muthemba, en el barrio de Ponta Gea, que termina entre la playa de Miramar y el estuario de los ríos Pungwe y Buzi, una silueta tan solemne como decrépita se ha enfrentado a seis décadas de revoluciones políticas y sociales. Este edificio entrelaza su historia con la del país: un hotel con una suerte siniestra, que le ha colgado el cartel de “completo” solo después de cerrar.
Hoy el Gran Hotel Beira es un asentamiento ilegal poblado por 1.800 personas, sin ventanas, baños, ni luz, tan agrietado y húmedo que parece que vaya a derrumbarse de repente. Y sin embargo, nació como una joya del Art Déco. El diseño original se remonta a 1932, por encargo de la Companhia de Moçambique, la empresa que dominó la economía de la provincia de Sofala hasta su independencia. En 1953 el arquitecto Francisco de Castro completó el proyecto. En su lujo desvergonzado, el hotel tenía 29.000 metros cuadrados, unas dimensiones nunca vistas en el continente, y fue el tótem que celebró el Estado Novo portugués y el régimen de Salazar. Un hotel de cinco estrellas para socios comerciales, políticos y adinerados turistas (blancos) que se esperaba acudieran desde Rhodesia, Sudáfrica y Portugal para solazarse entre mármoles y mosaicos, arañas de cristal, escalinatas principescas, cristaleras y mobiliario de gran valor.
La inauguración data de 1955. Con una altura de 25 metros repartidos en tres pisos, 116 habitaciones, una terraza con helipuerto, tiendas, peluquerías, restaurantes y bar, el hotel podía presumir incluso de tener la única piscina olímpica de las colonias portuguesas. Una ilusión megalómana que se evaporó enseguida; llegaron pocos clientes y la única cliente VIP internacional fue la actriz de Hollywood Kim Novak, que fue a parar aquí mientras viajaba por el parque de Gorongosa. El hotel costó el triple del presupuesto previsto, y no dio beneficios; los turistas preferían otras playas o, en el mismo Beira, hoteles menos deslumbrantes y más céntricos. De modo que, en 1963, la Companhia de Moçambique se vio obligada a cerrarlo. Siguieron en funcionamiento la piscina, donde entrenaba el equipo nacional de natación, y un centro de congresos utilizado por última vez en 1971 para la boda de la hija de Jorge Jardim, gobernador de Mozambique.
En 1953 el arquitecto Francisco de Castro completó el proyecto. En su lujo desvergonzado, el hotel tenía 29.000 metros cuadrados, unas dimensiones nunca vistas en el continente, y fue el tótem que celebró el régimen portugués de Salazar
El 25 de junio de 1975, después de que la colonia obtuviera la independencia de Portugal, el Gran Hotel se convirtió en el cuartel general del partido filorruso en el poder, el Frelimo, que aprovechó la descomunal planta baja para reuniones y fiestas, y los sótanos para encarcelar a los opositores. Dos años después, estalló la guerra civil; la provincia de Sofala se convirtió en el bastión del Remamo, movimiento rebelde apoyado por Rhodesia y Sudáfrica con función anticomunista, en una reproducción africana de la Guerra Fría. Y el Gran Hotel volvió al primer plano, aunque bajo una luz muy distinta respecto a los sueños de sus creadores: base militar del Frelimo y luego del Renamo, y por último, improvisado campo de refugiados.
'Suites' que se convirtieron en pisos
Desde 1981, gracias a los intereses del recién nacido Zimbabue, Beira se convirtió en una zona neutral para el tránsito seguro de mercancías. Cuando se negoció la paz, en octubre de 1992, los refugiados ya habían criado a sus familias en ese envoltorio ennegrecido y desprovisto de cualquier pasado. Las 116 suites se convirtieron en más de 200 pisos improvisados y los okupas, a quienes los locales llaman watha muno (extranjeros) vendieron todo lo que se podía vender, desde los muebles hasta los marcos de puertas y ventanas, pasando por el parqué, los mármoles, los ascensores y las tuberías, e incluso los cables eléctricos y el enlucido, tejiendo año tras año la actual atmósfera de precariedad permanente.
Carlos Nori conoce de memoria esta saga ignominiosa, porque estuvo a punto de engullirlo también a él en su decrepitud. Su padre era un militar destinado en el Gran Hotel y Carlos, que hoy tiene 45 años, vivió aquí hasta 2014. “Cuando encontré trabajo fuera como vigilante, conseguí comprar material para fabricar ladrillos y construirme una casa de verdad”. Ahora trabaja en el Ayuntamiento, al que el Grupo Entreposto, heredero de la Companhia de Moçambique, cedió la propiedad de esta absurda geometría. Y Carlos, como exchabolista, lleva las solicitudes de su gente a las autoridades locales. “Hace años que me piden que les instalen en otro lugar”, explica, “o por lo menos, que construyan letrinas y más fuentes, dado que los cuatro grifos de la planta baja no son suficientes. Pero el Ayuntamiento no responde, no tiene dinero, ningún proyecto. Espera que llegue una empresa privada que compre todo y resuelva el problema: ¿a que suena a chiste?”.
En el vestíbulo decorado con montones de basura, grafitis caóticos y panfletos rojos del Frelimo en columnas agrietadas, Carlos enumera las tribulaciones del infame laberinto: alcoholismo, violencia doméstica, tráfico de drogas, y los niños que, jugando, caen a los fosos vacíos de los ascensores o de las cornisas sin parapetos. En la entrada, con el telón de fondo de la ropa tendida y los antiguos escombros, una joven vende tomates, mandioca y papaya. Otra coloca sacos de carbón, que los ocupantes compran para cocinar y calentarse. Este pequeño ecosistema vive de una economía de circuito cerrado. Los puestos de comida salpican el pequeño paseo de la entrada, y hay una sastrería y dos cines, todo bajo el control de siete jefes, guardianes de la autogestión.
En el vestíbulo decorado con montones de basura, grafitis caóticos y panfletos rojos del Frelimo en columnas agrietadas, Carlos enumera las tribulaciones del infame laberinto: alcoholismo, violencia doméstica, tráfico de drogas, y los niños que, jugando, caen a los fosos vacíos de los ascensores o de las cornisas sin parapetos
Una de ellas es Beatriz Rosa Paulo, dona Bea para todos, de 46 años de los que ha pasado 25 aquí, donde ha criado a seis hijos. Con zapatillas de goma dentro del barro fresco, dirige la tienda más grande, entre huevos, fruta y aceite, y una botella vacía de Gin Royal frente a un anciano marchito que dormita en una silla de plástico. Es dona Bea quien da el visto bueno a las visitas de los forasteros, y hoy dice que está furiosa con esos jóvenes que quieren abandonar a la familia y acaban montando camas de chapa y toldos de plástico en los pasillos, porque cada recoveco y cada grieta ya están ocupados: trasteros, cabinas de teléfono, celdas frigoríficas. “Estamos a reventar: nunca había visto este lugar tan lleno”, truena Bea casi cubriendo los chirridos que llegan de detrás de su tienda.
Lo que se oye es el cine del Gran Hotel, una caseta con bancos de madera, el techo sostenido por un tronco, una televisión antigua y un reproductor de CD. “Compro las películas cerca del puerto, a 15 meticais (25 céntimos de euro) cada una”, nos informa Akibar Hassan, de 21 años, que vive aquí desde 2008 y sobrevive picando entradas de tres meticais (cinco céntimos). Desde Quelimane, 500 kilómetros al norte, emigró al puerto en busca de fortuna. Acabó en la calle hasta que alguien le ofreció un rincón en este edificio por 300 meticais (4,5 euros) al mes: “Muchos lo hacen”, asegura el joven, “consiguen trasladarse y alquilan su espacio. Yo también me iré algún día y me convertiré en un buen hombre”.
El exhausto esqueleto colonial es un símbolo de las contradicciones de un país que, hasta 2015, fue un caso de Africa rising (el rápido crecimiento económico en el África subsahariana después de 2000) elogiado por el Fondo Monetario Internacional, gracias a las exportaciones de carbón y aluminio, hasta que acabó cediendo bajo la losa de la deuda externa y desvelando una de las más vertiginosas brechas del África subsahariana entre ricos y desheredados.
Pero la ilógica longevidad del Gran Hotel Beira también es el reflejo de la firmeza de un pueblo que parece poder soportarlo todo, igual que el viejo palacio ha resistido décadas de decadencia y grandes inundaciones. La primera, en 2000, provocó 800 víctimas en la provincia; la última el 14 de marzo de 2019 cuando el huracán Idai, una de las peores catástrofes climáticas de la historia de África, dejó sin tejado al 90% de los edificios de Beira, causando casi 600 muertes.
Los okupas se negaron a evacuarlo, por miedo a perder su hogar, y durante días sacaron el agua del hotel, logrando superar un foco de cólera. La piscina se ha desbordado, pero hace ya tiempo que no es más que un tanque de fétida agua verdosa en el que flotan desechos en descomposición. Tres niños pequeños se bañan encantados mientras en el porche contiguo, entre ratones y cucarachas, las mujeres llenan los bidones en los grifos y lavan juntos en las palanganas la ropa y a los niños. Un poco más allá, algunos cultivan huertos de mandioca y preparan secaderos para el pescado.
Problemas mayores que el VIH
Katia Paulo Muntanda tiene 22 años y unas trencitas muy tupidas; lleva en brazos a su hijo Felicio y se aloja en un cuchitril del segundo piso. Se llega ahí al subir una de las dos majestuosas escaleras que enmarcan el vestíbulo, a través de pasillos fantasmales, suelos peligrosos y pegajosos, arbustos asfixiados entre las grietas y los abismos de los ascensores remendados con tablones y telas. En la época dorada, la casa de Katia debía de ser un baño; entre los azulejos blancos, en gran parte desprendidos, cabe a duras penas un colchón, y en la minúscula antesala hay sillas acumuladas y un generador en mal estado.
Los okupas se negaron a evacuar tras Idai y durante días sacaron el agua del hotel, logrando superar un foco de cólera. La piscina hace ya tiempo que no es más que un tanque de fétida agua verdosa
Pero el lugar que la mujer quiere mostrar es otro: la galería suspendida en el vacío entre dos bloques del edificio. Desde aquí se cayó su primer hijo en diciembre de 2017, muriendo instantáneamente. Tenía 4 años. “Yo estaba sentada en la escalera, allí al fondo”, recuerda con la mirada vacía. “Oí gritos abajo. Aquí, muchos me ayudaron con el funeral”. Natalia Chimundi, psicóloga de la ONG Médicos con África CUAMM, que se encarga de la prevención del VIH toma su mano (en Mozambique, la incidencia del virus es del 13,2%, una de las más altas de África, pero en la provincia de Sofala alcanza el 16,3%. En el centro de salud de Ponta Gea, Natalia atiende a muchas hijas del Gran Hotel y hoy, al entrar por primera vez, se estremece ante sus condiciones de vida. “Se quedan embarazadas cuando aún son adolescentes”, explica suspirando, “y me dicen que hay mucha promiscuidad, es fácil contraer el VIH”. Pero parece que no les preocupa mucho, pues tienen problemas más urgentes: escasez de agua, suciedad, malaria, desempleo. Es un fatalismo que me llena de tristeza”.
Natalia visita a Elena Caragenhe, de 38 años. En 2012, un ataque de tuberculosis le reveló que era seropositiva. “Me contagió mi marido, que murió de sida”, se desahoga en voz baja. Está elegante con su vestido de rayas, pendientes blancos en forma de corazón y un ligero toque de barra de labios. Este es su mundo desde que tenía nueve años, y ha intentado adecentar la habitación 305 recuperando dos sillones de cuero y una mesita decorada con un tapete. Los visillos blancos alrededor de la cama están impecables.
Elena, que vende fruta en la entrada, solo quiere que sus cinco hijos puedan estudiar, “se conviertan en médicos y enfermeras, compren tierras y me saquen de aquí. Deben tener una vida mejor que la mía”. Trata de recordar algunos momentos de alivio a la miseria que, confiesa, siente que la devora día a día. Se le escapa una sonrisa: “De niña solía perseguir a otros niños por los pasillos. Jugábamos al balón en el césped de la piscina y cuando encendían la radio, me gustaba bailar. Sí, yo también fui feliz”. Sube las escaleras del cuarto bloque que llevan a la terraza, las únicas que conservan fragmentos de mármol rosa. Desde arriba, el espectáculo del océano ofrece una vía de escape a este microcosmos estancado. Y le permite a Elena imaginar horizontes distintos, futuros abiertos.
Este reportaje es parte del proyecto multimedia Crossing the River, sobre la salud reproductiva femenina en el África subsahariana. Comisariado por Zona, el proyecto cuenta con el apoyo del European Journalism Centre, en colaboración con Médicos con África CUAMM e Intersos. El capítulo sobre Mozambique ha sido realizado con el apoyo del Consorcio ONG Piamontesas a través del programa Frame, Voice, Report!, con la contribución de la Unión Europea.
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