Relato de un periodista en Gaza: “De día, cubría los horrores de la guerra. De noche, trabajaba en mi tesis a luz de las velas”
Mohamed Solaimane acabó de escribir su tesis en una tienda de campaña para desplazados de la Franja, sorteando obstáculos inimaginables. Este es su relato en primera persona de cómo su trabajo se convirtió en un símbolo de la resistencia sobre la adversidad
Un traje rescatado de entre los escombros de mi casa destruida de Jan Yunis. Un par de zapatos remendados porque no tenía otros. Una tesis doctoral de 500 páginas redactada en una tienda de campaña para desplazados en Al Mawasi, Gaza. Estos fragmentos de resiliencia me llevaron el 30 de octubre a una modesta habitación de la autoridad de telecomunicaciones de la Franja, donde Internet era lo suficientemente fuerte como para conectar una Gaza destrozada con El Cairo, Sudán y Ramala para la defensa de mi tesis doctoral.
El día debería haber sido feliz. Pero se desarrolló con el ensordecedor telón de fondo de la guerra.
Tras años de esfuerzos que parecían interminables, las palabras del comité resonaron en la sala: “Concedemos a Mohammed Omran Alastal [Mohamed Solaimane en su alias periodístico] el más alto grado de distinción en Estudios de Medios, con la recomendación de publicar su tesis como referencia para futuros investigadores”. El anuncio fue agridulce: un reconocimiento del triunfo, pronunciado en un momento despojado de celebración.
La sala estaba en silencio, salvo por el zumbido de los generadores y los tímidos aplausos de los pocos testigos, a diferencia de los típicos signos de celebración que cabría esperar. Mi público estaba formado por tres amigos que habían desafiado los peligros para estar allí. Estaban ausentes mi mujer, nuestros cinco hijos y mis ancianos padres. La amenaza de ataques aéreos y los riesgos de viajar por calles destrozadas por la guerra les habían impedido asistir. Su ausencia pesaba como un duro recordatorio de cómo el conflicto había erosionado incluso las alegrías más sencillas.
El viaje hasta ese momento había sido angustioso. Hacer un doctorado es difícil y estresante en las mejores circunstancias; en Gaza, se convirtió en una hazaña casi imposible. El acceso a Internet era un lujo escaso. Para comunicarme con mi supervisor en El Cairo o descargar materiales de investigación esenciales, a menudo caminaba kilómetros hasta lugares con conectividad estable. La electricidad, disponible solo unas pocas horas al día, dictaba mi horario. Cargar el portátil a menudo significaba hacer cola en los generadores comunitarios o depender de los paneles solares de los vecinos.
Incluso encontrar papel para imprimir la tesis fue una prueba de resistencia. El bloqueo había dejado a las tiendas locales con escasos suministros. Fueron necesarios días de buscar y rebuscar para reunir suficientes páginas. Cada hoja se convirtió en un símbolo de rebeldía contra un sistema diseñado para ahogar nuestras aspiraciones.
Durante más de cuatro años compaginé la vida de periodista, padre de familia, profesor universitario y estudiante decidido. Pero durante el último año, hacer malabarismos con estas tareas en medio del desplazamiento y el conflicto bélico hizo que las tareas más mundanas se volvieran inimaginables.
De día, cubría los horrores de la guerra, retransmitiendo en directo y en profundidad, cumpliendo plazos y rígidos horarios de emisión. De noche, trabajaba en mi tesis, a menudo en la oscuridad o a la tenue luz de las velas. El sonido constante de los drones y el estruendo esporádico de los ataques aéreos eran implacables. Mis hijos, aterrorizados por el caos, se aferraban a mí en busca de consuelo. El sueño escaseaba; la determinación era mi combustible.
Después de la defensa, volví a casa a pie, con la tesis y el portátil a cuestas. Algunos desconocidos me felicitaban, confundiendo mi traje con el de una boda. Cuando les explicaba a qué se debía, sus respuestas eran alentadoras: “Eso es más importante que una boda: eres un héroe”.Mohamed Solaimane
En medio de todo esto, estaba la búsqueda interminable de alimentos cada vez más escasos, agua potable, medicamentos y otros artículos de primera necesidad para una familia de siete miembros, además de mis padres ancianos y otros familiares desplazados a los que ayudo a mantener. Durante todo este tiempo, solo los más cercanos sabían de mi aspiración de obtener un título de doctorado en medio de estas masacres interminables. Me ahorré a mí mismo cualquier comentario desmotivador — aunque comprensible— sobre cómo la vida es un lujo inconcebible como para siquiera pensar en mejorarla.
Precisamente estos sentimientos fueron los que atrajeron miradas de asombro y desconcierto mientras caminaba el día de mi defensa hacia la sede de la autoridad de telecomunicaciones de Gaza, con mi traje azul marino. No pensé en lo mucho que llamaba la atención de la gente fatigada mientras me abría paso entre carreteras llenas de escombros y casas reducidas a montones de piedras.
El traje provenía de mi propia casa bombardeada. Mi mujer, su hermano y un amigo habían trabajado incansablemente para recuperarlo de entre los escombros. Los zapatos que llevaba habían sido cuidadosamente reparados, una necesidad convertida en emblema de persistencia. Al subir las escaleras de la oficina de telecomunicaciones, un empleado me explicó por qué la gente me miraba atónita. “¿Un traje después de todo esto? Eres la prueba de que la esperanza perdura”, comentó con una sonrisa.
Los obstáculos logísticos para organizar la defensa fueron inmensos. Mi supervisor se unió desde El Cairo, el comité examinador se conectó desde Sudán y el Ministerio de Educación Superior participó desde Ramala. La precaria conexión a Internet de Gaza y la propia crisis de Sudán hacían muy real la posibilidad de interrupciones. Sin embargo, milagrosamente, la defensa se desarrolló sin incidentes.
Mi tesis, titulada Representación de las organizaciones de la sociedad civil en los nuevos medios de comunicación y actitudes de las élites palestinas hacia estas organizaciones, examinaba la compleja relación entre los medios de comunicación y la sociedad civil, y ofrecía ideas para mejorar su interacción. Terminarla en medio de la guerra y el desplazamiento era una prueba de perseverancia y del inquebrantable espíritu humano.
Después de la defensa, volví a casa a pie, con la tesis y el portátil a cuestas. Algunos desconocidos me felicitaban, confundiendo mi traje con el de una boda. Cuando les explicaba a qué se debía, sus respuestas eran alentadoras: “Eso es más importante que una boda: eres un héroe”. Por un breve instante, mi logro se convirtió en el suyo, un destello de esperanza en medio de la desesperación.
La reunión con mi familia fue muy emotiva. Mi madre, frágil y cercana a los 80, lloró mientras me abrazaba. “Soñaba con estar allí”, me dijo, “pero gracias a Dios lo has conseguido a pesar de todo”. Mi padre, un hombre de pocas palabras, me estrechó entre sus brazos, profundamente orgulloso. Sus sacrificios, su inquebrantable fe en el valor de la educación, habían sido la base de mi éxito.
La celebración fue discreta, reflejo de la cruda realidad de la vida en Gaza. Sin embargo, el logro tuvo profundas repercusiones, no solo para mí, sino para todos los que lo vieron como un triunfo de la resistencia sobre la adversidad. Era un recordatorio de que, incluso en medio de la devastación, merece la pena perseguir los sueños y de que el espíritu humano, aunque maltrecho, sigue siendo inquebrantable.
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