Catorce meses atrincherados en la iglesia de Gaza: “Hasta las cosas más pequeñas, como conseguir un vaso de agua, son muy complicadas”
Los cristianos de la Franja se preparan para vivir su segunda Navidad refugiados en medio de una ciudad “triturada” por las bombas. Han recibido disparos, han pasado hambre y han visto morir a amigos. Pese al miedo y al encierro, están decididos a hacer sobrevivir la pequeña comunidad
El teléfono suena cada día a las ocho en punto de la tarde desde hace algo más de 14 meses. Dos hombres se saludan cálidamente en un español con acento porteño. Uno es el papa Francisco, el otro, Gabriel Romanelli, párroco de la iglesia de la Sagrada Familia de Gaza, donde desde octubre de 2023 más de 400 cristianos palestinos de la Franja se refugian de la guerra, el desplazamiento y el hambre.
“Nos llama todos los días, allá donde esté, para bendecirnos, darnos las gracias y mandar ánimo”, explica Romanelli, nacido en Buenos Aires, hace 55 años, en una entrevista telefónica con este periódico. La voz del cura se escucha serena y hasta jovial, aunque asegura que la vida diaria es “una locura” y la guerra va a haciendo mella en las personas que comparten el reducido espacio de la parroquia. “Hace falta de todo y hasta las cosas más pequeñas, como conseguir un vaso de agua, son complicadas”, asegura.
La Sagrada Familia es la única iglesia católica de la Franja, donde antes de la guerra había exactamente 1.017 cristianos, 135 de ellos católicos y el resto griegos ortodoxos, sobre de una población total de unos 2,2 millones de personas. Esta parroquia, situada en el corazón de la ciudad de Gaza, en el barrio del Al Zeitun, da cobijo ahora a algo menos de 500 personas, entre ellas tres sacerdotes, contando a Romanelli, cinco religiosas y 58 personas con discapacidad, todas musulmanas y la mayoría de ellas niños que necesitan cuidados especiales.
“Los bombardeos son constantes. Día y noche y algunas veces muy cerca. Al igual que el zumbido de los drones israelíes, sobrevolando nuestras cabezas todo el tiempo. Lo peor es que cuando no se escuchan durante una hora o dos, sentimos miedo porque no sabemos qué va a pasar”, explica Romanelli.
Uno se pregunta cuándo va a parar esto y qué vendrá después porque la gente quiere quedarse en su tierra. Esta iglesia, que ha sido un oasis de paz y espiritualidad durante años, se ha convertido en hospital, cementerio y sobre todo refugioGabriel Romanelli, párroco de Gaza
Todos los días se parecen y algunos fieles pierden también la noción del tiempo. Hay personas, sobre todo ancianos y enfermos, que no han puesto un pie en la calle desde que comenzó la guerra, en octubre de 2023. “Yo salgo solo si es estrictamente necesario. Me santiguo y voy. Muchas veces me siento perdido porque muchos puntos de referencia ya no están. La ciudad ha sido triturada. Ayer salí por una cuestión médica y vi un señor que vendía dos tarros de aceitunas. Hacía meses que no comíamos olivas. El bote me costó 65 séqueles (17 euros)”, dice este sacerdote argentino, párroco en Gaza desde hace cinco años.
“Es estresante y angustioso. Uno se pregunta cuándo va a parar esto y qué vendrá después porque la gente quiere quedarse en su tierra. Esta iglesia, que ha sido un oasis de paz y espiritualidad durante años, se ha convertido en hospital, cementerio y sobre todo refugio. Pero nuestra misión sigue y prestaremos ayuda a tanta gente como podamos”, agrega.
La parroquia de Gaza, debido a la violencia cíclica que la Franja lleva años sufriendo, se había preparado para una emergencia antes de octubre de 2023. Habían almacenado colchones, mantas, baterías y alimentos no perecederos para que unas 80 personas pudieran cobijarse en el lugar algunos días. Pero esas provisiones fueron insuficientes porque en los primeros días de la guerra ya había en la iglesia 200 personas. Y luego llegaron más, convencidas de que no había un solo lugar seguro en la Franja y de que querían permanecer en la iglesia, pese a las órdenes israelíes de evacuación de la zona.
“Nada es normal y todo es muy difícil. A veces lleva un día lograr un medicamento sencillo para un anciano. Eso, si hay suerte. Tengo la sensación de correr y correr sin descanso. Para gestionar qué falta, qué se come, si hay mantas para todos, si llega el agua… Asumimos muchos riesgos, pero estoy feliz de poder hacer esto”, explica por teléfono George Antone, padre de familia refugiado en la iglesia.
“Una fuerza secreta y misteriosa”
Este grupo de cristianos ha vivido momentos muy complicados, en los que no podían salir ni al patio interior debido a los bombardeos. Hubo varios heridos por esquirlas y disparos y dos mujeres refugiadas en la iglesia murieron tiroteadas por francotiradores israelíes en diciembre de 2023. También tuvieron que racionar la comida y, si tuvieron agua, fue gracias a un antiguo pozo situado dentro de la parroquia. El complejo parroquial, compuesto por tres pequeños edificios, tiene tres generadores, pero la falta de combustible hace que apenas se puedan usar, y la energía proviene de paneles solares con los que cargan baterías. “Afortunadamente, en Gaza hace sol. Sin esas baterías no podemos hablar por teléfono, consultar internet o purificar el agua del pozo, pero hay que organizarse bien para que duren”, explica Romanelli, al que guerra le sorprendió fuera de la Franja por razones personales y pudo regresar en mayo.
La guerra se fue prolongando y el norte de Gaza se vio castigado con especial fuerza por las bombas, la falta de ayuda humanitaria y los desplazamientos masivos. “El Patriarcado Latino de Jerusalén, nuestra diócesis, con ayuda del papa Francisco y de organizaciones como la Orden de Malta, logró los permisos para que entraran algunos camiones y pudiéramos tener comida y distribuirla en el barrio. La última vez que vinieron fue el mes pasado, nos trajeron víveres y pudimos dar también una caja de comida a 9.000 familias de la zona”, detalla el sacerdote argentino.
A los más de 400 cristianos refugiados en la iglesia católica se suman otros 200 que buscaron cobijo en la iglesia ortodoxa de San Porfirio, situada a pocos metros. Casi 300 miembros de la comunidad pudieron marcharse vía Egipto gracias a un pasaporte extranjero o un salvoconducto en los primeros meses de la guerra. “Ahora hay unos 37 cristianos en el sur y 46 han muerto desde el inicio de la guerra, 20 de ellos violentamente, 17 de ellos en el bombardeo de la iglesia ortodoxa San Porfirio en octubre de 2023. Para una comunidad tan pequeña, es una cifra terrible”, recuerda el párroco. La comunidad cristiana en Gaza no deja de menguar desde hace años. En 2007, había en la Franja unos 7.000 cristianos. En todos los territorios palestinos, la comunidad no llega al 2% de la población.
Son muy creyentes y esa fe les da una fuerza secreta y misteriosa que a nosotros, occidentales, nos cuesta entender. Pero la fe no borra el sufrimiento, sobre todo entre las familias más jóvenes, con hijos pequeños.Gabriel Romanelli
Otros decesos registrados en esta diminuta comunidad han quedado fuera de las estadísticas de víctimas del conflicto, al igual que ha ocurrido con otros miles de gazatíes. Es el caso de Hani, un padre de familia que necesitaba diálisis y fue trasladado a un hospital del sur, que tuvo que cerrar. El hombre murió allá, lejos de su familia. O de Hiba, maestra de 26 años refugiada en la parroquia, que era diabética, se sintió mal y murió de un día para otro, sin que en el hospital al que la llevaron pudieran hacerle las pruebas necesarias. Al menos 45.000 palestinos han muerto en Gaza desde el inicio de esta guerra. A ellos se suman 1.200 israelíes fallecidos el 7 de octubre de 2023 en los ataques perpetrados por el movimiento islamista Hamás.
“La gente estaba acostumbrada a pasarlo mal, pero nunca tan mal. Hay personas con depresión. Son muy creyentes y esa fe les da una fuerza secreta y misteriosa que a nosotros, occidentales, nos cuesta entender. Pero la fe no borra el sufrimiento, sobre todo entre las familias más jóvenes, con hijos pequeños, que han perdido todo y no saben qué vida les espera”, explica el sacerdote.
Es el caso de las hijas de George Antone, Laila, Juliette y Nathalie, de entre 9 y 13 años. “Están tristes y tienen miedo todo el rato. Les decimos que esto no va a durar para siempre, pero ellas saben que, cuando les aseguramos que todo va a ir bien, les mentimos, porque aquí nadie está seguro”, afirma su padre. La familia vive desde hace 14 meses en un despacho de la parroquia que mide unos nueve metros cuadrados. Allá duermen, se cambian de ropa, comen y se asean. “Todo esto fortalecerá nuestras raíces en Gaza. No nos marcharemos”, piensa en voz alta Antone.
La Navidad de los más pobres
El antídoto para la angustia es la rutina. Según su edad y sus capacidades, prácticamente todos los cristianos están organizados en comisiones: de cocina, salud, seguridad, agua, lavado de platos, higiene… “Y también mantenemos unos horarios de oración, misas, preparación de la comida y atención a los mayores. Desde mayo organicé de nuevo la escuela y tenemos 150 alumnos a los que les damos clases de apoyo por turnos. Hasta hicimos exámenes que fueron reconocidos por el Ministerio de Educación palestino. Así los días son más llevaderos, pero la guerra es cruel”, admite el sacerdote.
Además, hay turnos para todo: lavar la ropa, calentar la comida o recibir un balde de agua para lavarse. Dos o tres días por semana se cocina para todos en grandes ollas, con leña o con lo que se encuentre para quemar. Los demás días, en hornillos más pequeños y también por turnos. Si todo va bien, intentan hacer dos comidas al día. “Ayer, por ejemplo, cenamos sopa de lentejas”, recuerda Romanelli.
En estos días, la comunidad se prepara para vivir su segunda Navidad confinada. Han decorado el árbol, han colocado un pesebre e intentarán reunir dulces y algún detalle para los niños. “Aunque sea un cuaderno y un boli”, dice el párroco. “Nuestra Navidad tendrá el gusto de la primera Navidad de Belén, la de los pobres”.
Romanelli quiere pensar que el alto el fuego está cerca, aunque no implique la resolución del conflicto ni la reconciliación. “Pero soy solo un cura. Lo único que sé es que cada minuto y cada día de guerra cuentan, porque cada vida humana importa”, asegura.
Es 17 de diciembre y, como cada tarde, suena el teléfono. La cara sonriente del papa Francisco aparece al otro lado y un grupo de fieles, sobre todo niños, se agolpan frente a la pantalla para cantar cumpleaños feliz en árabe, antes de chapurrear “que los cumplas feliz” en español. La conversación dura poco, lo suficiente. “Feliz cumpleaños, padre. Hasta mañana. Rece por nosotros”.
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