El lugar al que van los pacientes de VIH que ya no tienen a dónde ir
El Centro de Referencia Alto-Maé, en Maputo, atiende a los pacientes con VIH avanzado para evitar que la carrera contra la enfermedad deje atrás a los colectivos más vulnerables. Pauline estuvo allí
A sus 44 años, Pauline (*) no sabía nada de ninguna crisis. Sus cuatro hijos estaban sanos y tenía un trabajo como empleada doméstica en la casa de la hija del exgobernador. Era una vida exigente, a las seis y media de la mañana ya a cargo de pasar el polvo y preparar el desayuno para otros que no eran sus hijos, pero en su lado de Mozambique las vidas nacen así. “Yo me encontraba bien. Podía hacer cualquier cosa, por muy pesada que fuese. Solo estaba un poco magriña. Me ponía un vestido y a los pocos días lo tenía que arreglar porque ya no me servía”.
La mañana de 2007 en la que todo dejó de ser como siempre había sido, Pauline se levantó antes que el sol, a eso de las cuatro, para dejar listos 20 kilos de millo antes de ir a trabajar. Cuando acabase su turno, iría al centro de salud a preguntar por esa constante pérdida de peso. “Había algo de xima —un plato tradicional a base de harina de maíz— del día anterior, así que la niña tendría algo que comer aunque yo volviese tarde”. En Mozambique uno puede conocer el inicio de las cosas, pero pocas veces su final. Aquella tarde, una enfermera le miró los ojos, los ganglios, la piel encogida.
“Usted no se encuentra bien. Está infectada de HIV”, le dijo el doctor después de someterla a los exámenes médicos.
Pauline negaba por duplicado. No consumía drogas ni había habido otros hombres desde el fallecimiento de su marido. Esas, decían en las campañas masivas del gobierno para concienciar a una población reacia por entonces a hacerse las pruebas, eran las formas más habituales de infección. Ella ni tenía dolor ni había perdido un ápice de fuerza. Solo había bajado 15 kilos.
Por no discutir con alguien que llevaba una bata blanca, Pauline, madre de cuatro hijos y hermana de 15 en la provincia fronteriza de Gaza, se tomó lo que el médico le indicó. 12 horas después, estaba de vuelta. “Empecé a tener diarrea y a sentirme mal. No me podía ni poner de pie. Tuve que ir gateando hasta allí”. Los vecinos la miraban arrastrarse. Nadie se acercó a ayudarla. Los médicos le hicieron una placa. Tenía un derrame importante.
Mozambique ha elevado entre 2010 y 2017 la cobertura de tratamientos antiretrovirales del 12% al 54% de la población afectada y reducido las muertes en un 46%
“Usted tiene un VIH avanzado. Su organismo apenas tiene nada con que luchar, por eso se ha revuelto”.
Su recuento de CD4, los glóbulos blancos que combaten las infecciones, rondaba los 80 por milímetro cúbico. La recomendación de la Organización Mundial de la Salud (OMS) era por aquel entonces iniciar el tratamiento cuando este era menor de 300 —hoy se insta a tratar a todos los pacientes independientemente de su CD4 o cuando está por debajo de 500 en zonas con acceso limitado a tratamientos antirretrovirales—. A Pauline le dieron cita inmediatamente en el Centro de Referencia Alto-Maé (CRAM). Uno de esos lugares a los que van los que ya no tienen a dónde ir.
Los márgenes del 90-90-90
Desde primera hora, las calles de la Cidade de Cimento supuran vida. Hay colas de universitarios en el puesto de panzinhos. Colas de vehículos para doblar la avenida. Colas de plástico y memoria en los autobuses y furgonetas que llevan y traen al Mozambique de Caniço. Antes o después, las colas pasan siempre por el Alto Mae.
El centro de salud es eje del sistema sanitario de la ciudad. Una sucesión de edificios sobrios, algo viejos pero siempre impolutos, en los que no sobra nada. Mucho menos espacio. Las salas de espera están atestadas y el sistema sanitario no da más de sí: los avances en salud, resumidos en el aumento de la esperanza de vida en 10 años, hasta los 58, desde el año 2000, son asombrosos, pero todavía insuficientes. Hay menos de una cama disponible por cada 1.000 habitantes y un médico por cada 5.000.
Uno de ellos, el doctor Gil, está atendiendo a un joven en el último de los edificios del complejo asistencial. Aunque la geografía arquitectónica sea idéntica, este es un lugar distinto. El CRAM es la última estación contra el VIH en Mozambique. “Aquí atendemos a los colectivos más vulnerables, a esa parte de la población olvidada que no recibe ningún tipo de asistencia”, explica Ana Gabriela Gutierrez, una de las responsables del centro puesto en marcha por Médicos sin Fronteras en colaboración con el ministerio de Salud.
El modelo asistencial implementado por el Gobierno siguiendo las directrices 90-90-90 de Onusida —el 90% de los infectados conozca su diagnóstico, el 90% de ellos reciba tratamiento y el 90% de quienes lo reciben alcance una carga viral indetectable— ha sido un éxito capaz de elevar entre 2010 y 2017 la cobertura de tratamientos antirretrovirales del 12% al 54% de la población afectada y de reducir las muertes vinculadas a la enfermedad en un 46%, pero tiene sus márgenes. Usuarios de drogas y personas con VIH avanzando, aquellas con resistencia al tratamiento, sarcoma de Kaposi o dolencias oportunistas como la tuberculosis, que es la enfermedad que más mata en Mozambique a los enfermos de VIH. Esos son los pacientes del CRAM.
Actualmente, el centro presta asistencia a más de 2.500 personas, algunos con hasta 10 años de seguimiento. Cada año, suman una media de 800 nuevos pacientes. “Algunos”, asegura la doctora Gutiérrez, “llegan sin síntomas, ni siquiera fiebre, porque su cuerpo ya no es capaz de dar respuesta al virus”. Pauline era una de ellas.
Peor que la enfermedad, el estigma
Antes de enfrentar al virus hace falta derrotar al estigma que lo rodea. “Durante mucho tiempo, el VIH fue explicado como una ecuación igual a muerte, y vinculado a la promiscuidad”, señala Ana Patricia Silva, la coordinadora del programa psicológico de MSF en el CRAM.
Cuando Pauline llegó el VIH era todavía una condena en vida. Un motivo para perder tu empleo o un marido; para ser la comidilla del vecindario. “Yo no quería decírselo a nadie, de hecho, mi hija pequeña todavía no lo sabe y a los tres mayores se lo conté hace dos años. Yo quería seguir siendo libre. Entonces tuve un golpe de fortuna: un vecino estaba también en el CRAM acompañado a su hermana ciega a recibir tratamiento. Si él hablaba de mí, yo hablaría de ellos”, prosigue. Así fue como Pauline consiguió su confidente que entonces, ante la alta cifra de abandono, sea exigía para entrar al programa. Podía ser un familiar, un amigo o un vecino de confianza.
En solo 15 días Pauline cogió peso y su estado de salud mejoró considerablemente. Tenía que tomar dos pastillas, una a las 8.00 y otra a las 20.00. La de primera hora, no siempre podía. “En la casa en la que trabajaba había que dejar el bolso en la entrada y no podíamos volver en todo el día a la taquilla. Si lo hacíamos pensaban que queríamos robar. Así que la mitad de los días solo tomaba la pastilla de la noche”.
Cuando Pauline llegó al centro, el VIH era todavía una condena en vida. Un motivo para perder tu empleo o un marido; para ser la comidilla del vecindario
Sin saberlo, tuvo una recaída. Aunque tampoco tosía, traía asociada una tuberculosis. “Un día me caí en el trabajo. Me dijeron que me fuera a descansar. Antes de volver, pasé por el mercado, pero me volví a caer. Una joven del barrio me llevó a casa. Al día siguiente fui de nuevo a trabajar. ‘Vete hasta que te recuperes’, me dijeron cuando me volví a caer. Yo estaba tomando el tratamiento, estaba segura de que no podía ser por el VIH”.
Apenas el 54% de los 1,8 millones de personas con VIH en Mozambique reciben tratamiento antirretroviral, y no todos siguen las prescripciones médicas. Unos por hambre. Otros por miedo. “Una de las causas por las que en muchos casos no remonta el CD4 es la pobreza. Aquí la gente vive día a día, no puede pensar en qué va a comer mañana. Muchas veces no son conscientes de lo que significa la enfermedad y solo acuden al médico o toman el tratamiento cuando se encuentran mal”, subraya la doctora Gutiérrez. En Mai Coragem, una obra de teatro que ha sacudido conciencias en el país, una madre le pregunta a su hija por qué se ha vuelto alcohólica. "Porque no podía contar que tenía VIH". Solo entonces su tío toma la palabra: "Yo también soy seropositivo".
La inmensa mayoría de las familias tiene hoy algún miembro afectado por la enfermedad. Eso ha logrado rebajar los comentarios malintencionados, pero no ha acabado con la discriminación. A la tercera vez que a Pauline le fallaron las fuerzas en casa de los patronos, cayéndosele la bandeja con la comida, fue despedida fulminantemente. Los siguientes ocho meses los pasó junto a la baranda, buscando el aire que le negaba la tuberculosis. “Sin trabajo, en aquel tiempo lo pasé mal, apenas tenía nada para comer”. En casa sobrevivían con lo que aportaban sus hijos mayores. Pero estos tenían una pregunta. ¿Cómo se había infectado su madre?
“Un día fui a coger la Biblia y al abrirla me encontré el cartón verde que le daban por aquella época a las personas con VIH. Se lo mostré a mis hijos: ‘Ven, yo no estuve con nadie. Fue su padre’. Ellos me pidieron perdón y yo no quise seguir revolviendo a los muertos”.
Esta masculinidad tóxica está muy extendida en el país. Maridos que toman el tratamiento cuando lo consideran oportuno, pero no se lo cuentan a sus mujeres. “Los hombres tienen el poder económico y sienten que tienen el mando de la situación”, apunta la psicóloga del CRAM. “¿Rabia?”, interviene Pauline, “no, realmente lo que me da es pena. Si me lo hubiera dicho habríamos ido los dos a tomar el tratamiento y todavía estaría vivo. Pero como no habló…”
Vencido el miedo familiar, a Pauline le quedaba derrotar al virus. Su CD4 había caído de nuevo hasta los 100 por milímetro cúbico. Tenía vómitos y diarrea. Tras dos años de tratamiento, algo no iba bien.
“Has entrado en falencia”.
La respuesta corta, la respuesta larga
Tiene el CRAM un alma binaria. Tiene un ritmo agitado, el de la supervivencia, que se agita con cada nuevo paciente. “Es muy importante el diagnóstico temprano, es lo que puede marcar la diferencia”, explica la doctora Gutiérrez. El pequeño laboratorio construido a la sombra del edificio principal es el corazón del proyecto: elabora perfiles renales, hepáticos, mide los CD4, o las posibles infecciones de malaria, sífilis y hepatitis, así como pruebas rápidas ante infecciones oportunistas como meningitis criptocócica. “Es lo que nos permite dar una respuesta diferente, poner en marcha tratamientos clave”, insisten los responsables de MSF en el centro.
En menos de 24 horas, los pacientes que acuden al CRAM están recibiendo ya la asistencia clínica que requieren. En los casos urgentes, en menos de cuatro. Las pruebas rápidas, de VIH en sangre o las de tuberculosis en orina (TBLAM), son determinantes para salvar vidas en el hoy.
Se trata de recuperar el nivel de CD4 de los pacientes y evitar que mueran de enfermedades oportunistas. “El objetivo”, resume la doctora Gutiérrez, “es que la carga viral sea indetectable porque entonces deja de ser transmisible”. Lograrlo requiere una mirada a largo plazo. Un seguimiento personalizado para adaptarse a la evolución de la enfermedad. Cuando a Pauline el tratamiento inicial dejó de funcionarle, le pusieron en marcha una combinación de segunda línea. “Me recuperé muy rápido, pase de 200 a 800 CD4 en poco tiempo”.
De los pacientes con VIH avanzando que atiende el hospital, el 60% reciben este tratamiento de segunda línea. Un 10%, de tercera. De no existir el CRAM, la inmensa mayoría de ellas habrían fallecido al dejar de ser efectivo el tratamiento inicial. Hasta el sarcoma de Kaposi ha dejado de ser sinónimo de muerte gracias al programa de quimioterapia puesto en marcha. El Gobierno ha tomado nota del éxito de este modelo y actualmente los tratamientos de segunda línea para pacientes con VIH están disponibles en la mayoría de unidades sanitarias públicas.
Hoy Pauline es jefa de cocina de un restaurante del centro. Sus jefes desconocen su estado, “todavía no quieren a nadie así trabajando en la cocina”, pero ella no tiene preocupación moral alguna: en primer lugar porque, aunque buena parte de la sociedad todavía dude, el virus no se transmite por la manipulación de alimentos. En segundo lugar, porque su carga viral ya no es detectable. ‘Indetectable = intransmisible’. De hecho, la estadística de supresión viral del CRAM es excelente: 84% en segunda línea; 77% en tercera.
Con la medicación actual, Pauline no se tiene que preocupar de nada. Basta con tomar su tratamiento por la mañana, antes de ir a trabajar. “Ya ni me acuerdo de que estoy enferma”.
(*) El nombre ha sido modificado para preservar su identidad.
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