¿Por qué los laboristas han perdido el voto obrero?
Desde la pequeña ciudad inglesa en la que creció, el autor analiza la derrota del partido de Jeremy Corbyn en un mundo que sus dirigentes ya no entienden
Costó un poco conseguir que el hombre del gorro de lana hablase. No dejó de insistir en que el grupito que hacíamos campaña a favor del laborismo en una desolada avenida inglesa intentábamos silenciarlo. Pero lo convencimos.
“Lo que quiero”, dijo con voz emocionada, “es que Boris Johnson mande a la policía a las casas de los emigrantes rumanos a las cuatro de la madrugada, los meta a todos en un furgón con sus hijos, cierre bien las puertas y se los lleve a Dover”.
La charla tuvo lugar a tan solo una semana de las últimas elecciones británicas, en Leigh, la pequeña ciudad inglesa de clase trabajadora situada en las afueras de Mánchester en la que me crié. En los refugios antiaéreos donde jugábamos de niños había pintadas antinazis de la época de la guerra. Ahora oigo a gente de mi edad expresar abiertamente sus ideas a favor de la limpieza étnica.
La razón principal por la que los laboristas han perdido las elecciones no han sido los votantes como el hombre del gorro. Las personas como él son una minoría, incluso en los sitios que han dado un giro a la derecha. Los laboristas perdieron porque no han sido capaces de entender el mundo del que ha salido ese hombre y sus ideas. En Por un futuro brillante. Una defensa radical del ser humano (Ed. Paidós), exploro los contornos de esta nueva era política.
La gente quiere saber cómo va a mejorar su vida y de qué manera sus hijos van a tener una vida mejor que ellos, pero el liberalismo ya no puede responder a esas preguntas. Cuando Francis Fukuyama proclamó el fin de la historia, en 1992, el sistema de libre mercado funcionaba y entonces se creía que las cosas iban a seguir siendo siempre así, solo que mejor. Después de 2008 la perspectiva ha cambiado: las cosas van a seguir siendo siempre así, solo que peor.
A la vista de la situación, y con la tradicional incapacidad de la izquierda para esbozar una alternativa, no es de extrañar que la mente de la gente haya vuelto a las viejas religiones: la supremacía blanca, el nacionalismo, la misoginia violenta y el culto a los ladrones con poder.
Sin embargo, el fenómeno de Trump, Bolsonaro, del ascenso de Vox en España o la victoria de sus homólogos británicos sería impensable sin un nuevo factor: la división de la élite mundial. Yo lo llamo “thatcherismo en un solo país” y constituye el núcleo del proyecto de Trump, Johnson o Salvini. Se trata de fragmentar la Unión Europea, desobedecer las restricciones de los acuerdos de París sobre el clima, devolver a los refugiados a las fronteras o al mar y apelar a los instintos de los votantes conservadores.
Cuando alguien propone ahogar a los refugiados, un aumento de sueldo no va a hacer que cambie de idea
Al mismo tiempo, tienen que perturbar el funcionamiento normal de la política y aprovechar el enorme poder de los medios de comunicación de derechas, propiedad de multimillonarios, de una manera nueva consistente en crear tanto caos como sea posible y verter tantas mentiras y tanta desinformación que los votantes ya no sepan qué es verdadero y qué es falso. Con Trump se fijaron las pautas de esta estrategia y actualmente existen numerosas agencias privadas de desinformación a las que pueden recurrir los partidos de derechas.
Es de prever que, en España, tanto Vox como el PP coincidan en esta manera de proceder y que Salvini se sirva de ella cuando concurra a las próximas elecciones italianas.
Para resistir tenemos que conocer las raíces de la desorientación que sienten millones de personas. Con ese fin, permítanme que les proponga un experimento teórico: Imaginen que les pido que sometan todas las decisiones de su vida a una máquina inteligente: dónde viven, a quién quieren, qué cultura consumen. (Espero que, si lo hiciese, me mandasen a paseo). Imaginen que digo que el Gobierno tiene que someter todas sus decisiones a la máquina en cuestión. Imaginen que luego les digo que serían más felices si se pusiesen a anticipar lo que piensa la máquina y aprendiesen a prever lo que va a decidir.
Me responderían, con razón, que para eso lo mismo daría convertirse en una máquina que no piensa, ni tiene deseos ni ideales.
Ahora sustituyan la palabra “máquina” por la palabra “mercado”. Eso es lo que llevamos haciendo 30 años: someter nuestra vida y las decisiones democráticas de nuestros Gobiernos a las fuerzas del mercado. Hasta hemos creado una religión para venerar a esa máquina. Se llama ortodoxia económica. Para los economistas de derechas como Friedrich Hayek, el mercado es un “orden espontáneo” capaz de procesar información mejor que un humano y de lograr resultados mejor que cualquier plan.
Mientras el sistema de libre mercado funcionó, millones de personas aprendieron a no pensar, a tomar exclusivamente decisiones de mercado, a separar sus valores de su trabajo y su comportamiento en el mercado. Y sobre todo, aprendieron el fatalismo. La máquina lo decide todo.
Este fatalismo, junto con la atomización de la sociedad tras la derrota de los movimientos obreros y la disolución de las comunidades tradicionales, es el rasgo fundamental de la psicología del mundo desarrollado. Sobre él está construyendo la derecha su nuevo proyecto político.
La lucha por un gobierno democrático de izquierdas empieza por combatir el fatalismo y la atomización
Desde 2008 vengo hablando de tres crisis en marcha: la del modelo neoliberal, la de la fe en la democracia y los derechos humanos, y la del control tecnológico, en la que los algoritmos, la vigilancia y la inteligencia de datos, o big data, producen una asimetría entre el poder de la élite y el de la gente similar a la existente bajo el régimen feudal o en el Egipto faraónico.
Podemos contraatacar. Y podemos ganar. Pero con la condición de que dejemos de pensar que el principal campo de batalla está en la política; o peor, como hizo el candidato laborista, Jeremy Corbyn, en las últimas elecciones, que es una cuestión de “medidas”. Lo que aprendí las últimas seis semanas tocando a las puertas de las casas de Inglaterra confirma lo que digo en el libro: cuando alguien dice que quiere ahogar a los refugiados en el Mediterráneo, ofrecerle un aumento de sueldo no va a hacer que cambie de idea. Ofrecerle esperanza puede dar mejores resultados, y eso significa tener una conversación cara a cara sobre la posibilidad de cambiar.
En este sentido, nos enfrentamos a lo mismo que se enfrentaron los trabajadores de París en 1871, es decir, a la necesidad de crear espacios autónomos de control y libertad, tanto a través de la lucha de base como de las elecciones. Sostengo que si llegó el momento de la Comuna de París fue gracias al elevado nivel moral y a la ética de revolucionarios como Louise Michel. Las viejas formas de la democracia social no funcionan, pero no podemos renunciar al Estado como palanca del cambio, sobre todo porque tenemos que limpiar el mundo de carbono. No obstante, la lucha por un gobierno democrático de izquierdas tiene que empezar por combatir el fatalismo, la atomización y el control algorítmico.
Paul Mason (1960) es el autor de ‘Postcapitalismo’. El próximo 9 de enero publica ‘Por un futuro brillante. Una defensa radical del ser humano’ (Paidós)
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