¿Para qué pintaban los primeros humanos?
El descubrimiento de la obra de arte figurativo más antigua del mundo enciende el debate sobre las motivaciones de sus autores
En los cajones que abre Begoña Sánchez Chillón hay un mundo que ya no existe, el último testimonio de una aventura memorable. Entre 1912 y 1936, dos artistas, Juan Cabré y Francisco Benítez, recorrieron España en burro en busca de las primeras obras de arte de la humanidad, elaboradas hace decenas de miles de años sobre lienzos de roca. “Muchas de las pinturas rupestres han desaparecido. El único testigo es esta colección”, explica la bióloga en los archivos del Museo Nacional de Ciencias Naturales, en Madrid. Cabré y Benítez se jugaron la vida en riscos de cabras para calcar las pinturas directamente de las originales, con lápiz y papel vegetal. “Aquí tenemos 2.200 de sus calcos. Algunos de ellos todavía tenían tierra de las paredes de las cuevas”, relata Sánchez Chillón.
Hace apenas una semana, un equipo de arqueólogos australianos anunció el descubrimiento en una caverna indonesia de la obra de arte figurativo más antigua del mundo: una pintura de ocho siluetas humanas cazando jabalíes y búfalos. El autor, la autora o los autores pintaron la escena hace al menos 43.900 años. Eran personas que ya tenían la capacidad de inventar historias de ficción y quizá también un pensamiento mágico. O incluso religioso. Quizá tenían ya sus propios dioses. La nueva pintura de Indonesia plantea muchas preguntas. Y en los centenarios calcos de Cabré y Benítez puede haber algunas respuestas.
“El arte rupestre es el primer lenguaje, la primera forma de transmitir conceptos, con vocación de perdurar. La gran pregunta es qué conceptos eran”, explica el arqueólogo Marcos García Diez, de la Universidad Complutense de Madrid. Los prehistoriadores llevan lanzando hipótesis desde 1879, cuando la niña María Sanz de Sautuola, de ocho años, descubrió los asombrosos animales pintados en la cueva cántabra de Altamira. “Parecía que las rocas bramaban. Allí, en rojo y negro, amontonados, lustrosos por las filtraciones de agua, estaban los bisontes, enfurecidos o en reposo. Un temblor milenario estremecía la sala”, escribió medio siglo más tarde el poeta Rafael Alberti.
Tras la polémica inicial sobre su autenticidad, Altamira —pintada desde hace 35.000 hasta hace 15.000 años— pasó a ser conocida como la Capilla Sixtina paleolítica. En 1903, el arqueólogo francés Salomon Reinach lanzó una de las primeras teorías: los habitantes de las cavernas pintaban animales para propiciar la caza, en una especie de ritual de vudú. La idea duró décadas, pero hoy chirría, según advierte García Diez con un ejemplo: la espectacular cueva guipuzcoana de Ekain parece un templo dedicado a los caballos, con decenas pintados hace unos 15.000 años en sus paredes de roca. Pero en su suelo no se encontraron huesos de equinos cazados, sino de ciervos y cabras.
En medio de sus periplos en burro por España, en 1915, el artista Juan Cabré también elucubraba sobre el posible significado de aquellas pinturas que iba calcando de roca en roca. “¿Qué harían allí tales gentes y por multiplicados días? Pues vivían de la caza: pensar en ella, en los medios de conseguirla y en prepararlos”, escribió. Aquella idea de la decoración por aburrimiento también ha muerto. “El arte por el arte fue otra de las primeras teorías y hoy se rechaza”, explica García Diez, que está a punto de publicar el libro El arte. Las primeras imágenes (Diario de Atapuerca), sobre la aparición de la iconografía.
"El arte por el arte fue una de las primeras teorías y hoy se rechaza", explica el arqueólogo Marcos García Diez
Begoña Sánchez Chillón abre otro de sus cajones, con la ayuda de Mónica Vergés, la responsable del Archivo del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Enseguida asoman figuras esquemáticas de mujeres con una vulva gigante y hombres con un gran pene colgando. “Esta es una de las primeras escenas de parto de la prehistoria”, afirma Sánchez Chillón señalando una de las formas femeninas, con otra figurita entre sus piernas.
Lo que muestra la bióloga es un dibujo elaborado hace un siglo durante una de las expediciones en burro de Francisco Benítez, pero el original fue realizado hace unos 6.000 años en Peña Escrita, un abrigo de roca a más de 900 metros de altura en Fuencaliente (Ciudad Real), en plena Sierra Morena. Allí se encuentran las primeras pinturas rupestres documentadas en España, un siglo antes que Altamira. Un cura, Fernando López de Cárdenas, las encontró durante una excursión en busca de minerales en 1783. Las habilidades artísticas de los humanos prehistóricos eran tan inesperadas que el sacerdote clasificó esos garabatos de vulvas y penes como “jeroglíficos de gentiles”, posiblemente fenicios o cartagineses.
En Peña Escrita, las enigmáticas figuras suelen repartirse en parejas de una mujer con un hombre. Esa dualidad también está detrás de una de las hipótesis más atrevidas e inquietantes sobre el significado del arte paleolítico: la teoría estructuralista, defendida por el prehistoriador francés André Leroi-Gourhan en la segunda mitad del siglo XX. Según sus estadísticas, las pinturas rupestres no se distribuían de manera aleatoria, sino que formaban estructuras binarias, con la pareja caballo-bisonte como representación de la dualidad masculino/femenino. Sus trabajos abrieron la puerta a interpretar las pinturas como unas mismas narraciones mitológicas repetidas en diferentes cuevas.
“Todas estas hipótesis pueden ser parcialmente válidas en algunos casos. El arte rupestre es un lenguaje visual que tendría un significado contingente en función de la coyuntura”, opina el arqueólogo Roberto Ontañón, director de las Cuevas Prehistóricas de Cantabria. “Lo que está claro es que no pintaban lo que veían. Apenas seis o siete especies animales representan el 90% del panteón paleolítico. No son retratos del natural. Son símbolos. Son los principios estructurantes de una cosmogonía”, zanja. “Pero su significado sigue siendo la pregunta del millón”.
La arqueóloga Inés Domingo, de la Universidad de Barcelona, persigue nuevos enfoques. Los primeros prehistoriadores, explica, acudieron a Australia a finales del siglo XIX en busca de poblaciones aborígenes, consideradas entonces “fósiles vivientes” que podrían confesar por fin el sentido del arte rupestre. Así nació la teoría del totemismo, que postulaba que las pinturas servían para identificarse con un animal y absorber su energía.
“Pocos se cuestionaban en ese momento que esas premisas eran claramente racistas y negaban la evolución y la historia de unos grupos humanos que viven tan en el presente como nosotros, y que han evolucionado a lo largo de más de 50.000 años”, advirtió Domingo en un artículo científico en 2017. El equipo de la arqueóloga, sin embargo, no renuncia a la llamada etnoarqueología. Su equipo trabaja con dos comunidades aborígenes del norte de Australia, los Kunwinjku y los Jawoyn de la Tierra de Arnhem, que todavía mantienen conexiones con las pinturas rupestres pintadas por sus ancestros.
“En estos grupos, el arte se usa como un medio de comunicación en múltiples contextos. Puede tener un valor sagrado. O puede servir para que un clan se identifique con un animal, igual que el toro de Osborne puede representar a los españoles. También hemos visto que pintaban espíritus malignos en las minas de uranio, para marcar que eran zonas peligrosas. O que pintaban para contar historias, como el momento de la Creación, y se las enseñaban a los niños, igual que nosotros pintamos a los Reyes Magos”, detalla Domingo, que lleva desde 2001 entrevistando a indígenas australianos.
“Si hay algo que nos revela el estudio etnoarqueológico del arte rupestre de la Tierra de Arnhem es la imposibilidad de descifrar el significado del arte de otra cultura sin contar con los conocimientos de los autores”, alertaba en su artículo. “Nunca vamos a llegar a entender el arte paleolítico”, confirma ahora, con voz resignada al otro lado del teléfono.
“Nunca vamos a llegar a entender el arte paleolítico”, opina la arqueóloga Inés Domingo
Queda un hombre vivo que pintó la cueva de Altamira: Pedro Saura, profesor emérito de Bellas Artes en la Universidad Complutense de Madrid. Entre 1998 y 2001, Saura y su esposa —Matilde Múzquiz, ya fallecida— pintaron con carbón y óxidos de hierro la réplica del techo polícromo que se expone junto a la caverna original. “Los autores eran artistas. Algunos, a la altura de Rembrandt, Velázquez o Picasso. Después de 50 años dentro de cuevas, creo que los autores eran muy profesionales, personajes relevantes”, opina el profesor. Otra de las teorías clásicas sugiere que los pintores eran chamanes, en trance tras danzas rituales o la ingestión de sustancias alucinógenas.
“No hay una Altamira, hay muchas”, subraya el arqueólogo Marcos García Diez, que ha datado las pinturas de la cueva. A lo largo de 20.000 años, explica, hubo una primera Altamira de signos. Después, otra fase de caballos rojos. La tercera etapa fue de cérvidos. Y la última, de bisontes, hace unos 15.000 años. Lo que vemos ahora son esas fases solapadas.
“Hace unos 15.000 años, las cuevas del norte de España y del sur de Francia se llenaron de bisontes. Son lenguajes narrativos. Y los lenguajes narrativos son ideologías. Y las ideologías se distinguen en los territorios”, sostiene García Diez. Es su hipótesis favorita: la creación de símbolos para identificar al grupo y marcar su terreno. “Es la explicación más natural”, coincide Begoña Sánchez Chillón mientras cierra uno de sus cajones.
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