Matilde Múzquiz, pintora y experta en arte rupestre
Fue coautora de las reproducciones de Altamira y Teverga
Matilde Múzquiz Pérez-Seoane, profesora de Dibujo en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense y coautora con su marido (Pedro Saura, también profesor en la misma Facultad) de las réplicas de arte rupestre en la llamada "neocueva" del Museo de Altamira (Cantabria) y del parque de la Prehistoria de Teverga (Asturias), falleció el 18 de junio en Madrid a los 60 años, a causa de un tumor pulmonar.
La trayectoria de Múzquiz estuvo ligada al arte parietal y al estudio y conocimiento de las técnicas, simbología y capacidad expresiva del artista prehistórico ya desde sus años de formación en la Facultad de Bellas Artes. El techo de los bisontes de la cueva de Altamira fue el objeto de su tesis doctoral, en la que evidenció que todas esas pinturas eran obra de la misma mano y que el autor combinaba la doble faceta de pintor y escultor, con el aprovechamiento sagaz de la rugosidad de la roca con el fin de configurar un efecto tridimensional. De ahí arranca una pasión que le ha acompañado hasta el final, y que concilió con la docencia, los trabajos de reproducción facsimilar de grandes paneles del arte parietal y con la pintura, que fue la gran vocación que nunca abandonó, y en la que cultivó el expresionismo abstracto y el retratismo.
En su tesis sostuvo que las pinturas de las cuevas eran de un mismo autor
Su gran aportación al conocimiento de la pintura rupestre emanó de la perspectiva inédita con que afrontó su estudio. Si hasta entonces Altamira había sido analizada, declaró Múzquiz en 1994, solo por prehistoriadores, con su tesis doctoral se abordó por vez primera el análisis de la subyugante obra del hombre de las cavernas desde una inquietud artística. "Yo he intentado buscar el pensamiento del artista", dijo Múzquiz en alguna ocasión. A ella se ha atribuido también la tesis de que los huesos aparecidos en las cuevas no tenían por finalidad la alimentación, sino su empleo por aquellos artistas para alumbrarse mientras pintaban, utilizándolos como lámparas, y su tuétano, como combustible natural.
Sus destrezas como artista, con gran dominio de la técnica, y sus profundos conocimientos del arte rupestre la convirtieron, junto a su marido, en un consumado equipo en la reproducción de algunas de las manifestaciones más sobresaliente del arte parietal.
Su primera gran reproducción data de 1994, cuando acometió con Pedro Saura una réplica de 35 metros cuadrados del llamado techo de Polícromos de la cueva cántabra por encargo de un parque temático japonés. Pero su coronación definitiva se produjo con la inauguración en 2001 del Museo de Altamira (en el que reprodujo los bisontes que dominan el cielo de la cueva original, pero también otras manifestaciones pictóricas de yacimientos como el de El Pendo, Fuente Salín, Las Monedas y Chufín) y que ratificó cinco años más tarde, con la apertura al público del parque de la Prehistoria de Teverga (Asturias), en el que una cueva artificial reprodujo algunos de los mejores paneles de Altamira y de varias cuevas prehistóricas de Asturias y de Francia.
Su obsesión era reproducir con exactitud no solo los trazos y el genio del artista de hace 15.000 años, sino ser fiel también a la técnica y a los materiales empleados en el paleolítico, recurriendo, como aquellos ancestros, al agua, carbón vegetal y a óxidos de hierro, aplicados generalmente con la mano, y paragonar además con extrema precisión el soporte de piedra, sus relieves y su textura para garantizar el efecto tridimensional y para que la pintura respondiera en las reproducciones con la misma plasticidad y efecto visual que sobre la roca de la cueva original.
Su trabajo lo acometió desde un compromiso de lealtad y honradez, supeditando su propio talante y talento artísticos al del anónimo autor de las creaciones originales: "Tenemos la responsabilidad de ser transmisores de aquellas pinturas, expresar lo que hemos interiorizado de ellas a lo largo de nuestras observaciones y procurar eliminarnos a nosotros mismos", limitándose a ser meros copistas, aseguró hace casi una década.
"Los grabados, dibujos y pinturas paleolíticas de la cornisa cantábrica", escribió en EL PAÍS en 1992, "interpretan siempre la vida". "El trazo es firme. Los animales interpretados son ágiles y elegantes, con la elegancia del que es austero porque conoce lo esencial". "Contienen", concluyó, "un significado que, aunque sin descifrar, está ahí, desafiante, y su magia ha permanecido hasta nuestros días".
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