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Columna
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Los nuevos parias de la tierra

En las revueltas que recorren el planeta se concatenan múltiples factores, y algunos tienen que ver con la propiedad de los recursos naturales y el maltrato de la tierra

María Antonia Sánchez-Vallejo
Manifestación del pasado martes en Argel.
Manifestación del pasado martes en Argel. RYAD KRAMDI (AFP)

Que no se puede humillar impunemente a las personas, ni a los pueblos, es sabido, porque la respuesta suele ser una revuelta como las que ahora recorren el mundo, si no una revolución en toda regla. Pero intentar exprimir la naturaleza también ha demostrado tener un alto coste: la emergencia climática como amenaza planetaria a resultas del maltrato continuado, avaro y ciego de la tierra, y que algunos neciamente desprecian.

El decepcionante resultado de la cumbre del clima de Madrid no empaña sin embargo la viabilidad de soluciones inmediatas, como frenar el desaforado consumo individual y colectivo, esa orgía de gasto que conduce a la extinción de recursos, pero también a la esclavitud de quienes producen para satisfacer una demanda casi patológica: los trabajadores del textil en Asia, por esa moda pronta que incita a derrochar sin freno, o los niños que excavan las minas de cobalto en África para alimentar incesantes dispositivos móviles.

La tormenta perfecta suele darse cuando coinciden varios agravantes: el expolio de materias primas, tan sujetas a la volatilidad de los mercados y por eso tan ambicionadas (China y su neocolonialismo rampante); la contaminación por prácticas abusivas en la minería o la agricultura, el desalojo de población autóctona por la construcción de un embalse o la plantación de transgénicos, o en fin —pero no a la postre—, la privación de derechos que deberían ser inalienables como el acceso al agua y a la tierra. Porque el problema de buena parte de la humanidad —opacado por las cuitas consumistas y de seguridad de Occidente— sigue siendo la inseguridad alimentaria.

Pero el colmo de la iniquidad acontece cuando los recursos se utilizan como arma arrojadiza, como casus belli. Sucede con activos estratégicos: el petróleo de Libia o Irak, o las inmensas reservas de litio de Bolivia, detrás de las que algunos ven otra de las razones para el desalojo del poder de Evo Morales, y que se ubican en una región que durante siglos ha visto cómo la extracción de las riquezas de su subsuelo siempre beneficiaba a otros: el clásico ejemplo de riqueza sin desarrollo (o sin redistribución, como en Chile).

Otro tanto supone la nueva ley de hidrocarburos de Argelia, aprobada casi a hurtadillas, que no solo no beneficiará a la mayoría de la población, los millones de jóvenes empujados a emigrar a Europa, sino que pretende apuntalar un régimen caduco y que además torturará el subsuelo mediante el fracking, no precisamente inocuo desde el punto de vista ambiental.

Una tierra soliviantada por la avaricia solo devolverá calamidades: fenómenos extremos cada vez más debidos a la intervención del hombre, y cada vez más letales, con su creciente estela de refugiados ambientales, los nuevos condenados de la tierra. Las protestas de hoy pueden ser una revolución mañana.

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