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EN CONCRETO
Columna
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Litigios, ¿para qué?

Algunos de los seguidores del presidente de México han distinguido entre litigios válidos y espurios con motivo de diversas acciones del Gobierno y eso puede generar serias distorsiones a nuestra vida social

José Ramón Cossío Díaz
El presidente López Obrador, durante una conferencia de prensa.
El presidente López Obrador, durante una conferencia de prensa. Sashenka Gutiérrez (EFE)

En las últimas semanas, y con motivo de la promoción de diversos juicios en contra de normas, proyectos o acciones del Gobierno del presidente López Obrador, él y algunos de sus seguidores han distinguido entre litigios válidos y litigios espurios. Los primeros, a su entender, son aquellos que se promueven por personas que no están vinculadas con grupos de poder o, como ellos mismos dicen, con “grupos de intereses creados”. Los segundos, los no aceptables, por quienes sí lo están y, tal vez con mayor precisión, por quienes mediante la acción judicial pretenden oponerse a las decisiones presidenciales o morenistas.

Más allá de la simplicidad de la disyuntiva, la calificación binaria que se está tratando de imponer puede generar serias distorsiones a nuestra vida social. Lo que pretende lograrse es la construcción de una categoría para diferenciar entre buenos y malos litigios. Aquellos que por las razones dichas son adecuados para el régimen y por ello morales, frente a aquellos que, por ser contrarios a sus propósitos, no pueden serlo. De consolidarse esta visión, las amplias posibilidades litigiosas que están previstas en nuestro orden jurídico, se verían acotadas, normativa y prácticamente, por una categoría que nada tiene que ver con el derecho mismo. Lejos de que cada quien litigue lo que la ley le permita, y asuma las contingencias de su elección, se estaría formando un filtro moral y, por lo mismo una calificación prejurídica de las acciones, hasta el punto de hacer algunas de ellas si no imposibles, sí al menos más difíciles en un mundo ya de por sí complejo, como lo es el del litigio.

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Si se está dispuesto a aceptar la idea de que hay litigios buenos y malos, terminará por aceptarse, prácticamente por deducción, que tales connotaciones morales también son predicables de las partes en los juicios, los abogados que las representen y los jueces que les otorguen, en su caso, la protección solicitada. Dicho de otra manera, aquello que comenzó siendo un juicio de valor acerca de lo que desde el régimen se acepta o rechaza como moralmente bueno, terminará por extenderse a la totalidad de la práctica litigiosa. Quien legítimamente quiera defender lo que estima le otorga o reconoce el orden jurídico, será objeto de críticas, tal como le acontecerá con quien profesionalmente decida representarla o a quien resuelva a su favor.

Una condición del ejercicio del poder es que los órganos estatales tienen la posibilidad de actuar de antemano sobre los individuos. Al emitir una ley, un decreto o un acto administrativo, los agentes estatales han modelado ya el problema y lo han formalizado conforme a las normas vigentes. Lo anterior quiere decir que un buen actuar normativo, puede garantizarle al Estado la realización de lo decidido. Ahí donde, sin embargo, el particular afectado quiera controvertir esa decisión, puede participar en un contradictorio frente al Estado, para que sea un tercero imparcial el que conozca y dilucide el conflicto. Esta relación entre el particular y el Estado en el contradictorio, es tan democrática como la toma de decisiones en la emisión de esa ley, decreto o acto administrativo.

Este ejercicio que, de suyo es conocido, se rompe cuando el propio Estado pretende calificar las posibilidades de defensa de los particulares en moralmente aceptables e inaceptables. La manera más simple de conjurar tal pretensión, es rechazando el cedazo que quiere imponerse.

Debe quedar claro en todo momento que, conforme a las normas democráticamente establecidas que rigen los procesos, cada cual debe tener la posibilidad de plantear a los tribunales lo que estime es su derecho. A su vez, el Estado debe litigar bien en el campo elegido por los particulares, sin distorsionar ni las posibilidades de acceso ni, mucho menos, las condiciones de resolución. En ocasiones y a primera vista, puede sonar políticamente adecuada la diferenciación de los litigios entre buenos y malos, por subyacer a algunos de ellos razones reprobables o sospechosas. Sin embargo, esto no puede ser así, ya que no debe aceptarse el condicionamiento de los litigios con categorías distintas de las jurídicas. El litigio es el espacio de resolución de los conflictos de nuestro tiempo y es tan democrático como el espacio de toma de decisiones en el ejercicio del poder por parte del Estado, por lo que su única protección es que sea tratado bajo las categorías jurídicas que le corresponden.

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