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Ideas | Pasajes de sentido
Columna
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Socializar los algoritmos

Hay que propiciar una regulación legal sobre los algoritmos que exija diseños que tomen la dignidad humana como referente

Getty
José María Lassalle

La ley que gobierna la revolución digital se llama el algoritmo. No es democrática. Tampoco nace de la soberanía del Estado, aunque condiciona más que una ley estatal. Estamos ante un producto que ordena y calcula a partir de datos y que, bajo la economía de plataformas, gestiona nuestra existencia cotidiana. Por lo menos la que tiene que ver con los contenidos y las aplicaciones que consumimos diariamente a través de dispositivos inteligentes.

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Hablamos de una norma matemática que predice y prescribe nuestra conducta. Incide en nuestra manera de ser en las redes y percute en nuestro inconsciente, así como en la reputación personal, profesional, laboral, sentimental e, incluso, política que acompaña nuestra vida. De hecho, son cada vez más los bancos, empresas e instituciones que analizan lo que somos a partir de nuestros datos. Eso hace que tomen decisiones que nos afectan a partir de la información que circula sobre nosotros en la Red. En Estados Unidos, los algoritmos deciden si se otorga una tarjeta de crédito o una hipoteca, si se suscribe un seguro médico, se concede una beca de investigación o se reúnen las condiciones de selección a un puesto de trabajo. Y todo sin cobertura legal ni control democrático.

Los diseñadores de los algoritmos son sus dueños en exclusiva. A pesar de que trabajan a partir de nuestra huella digital y que, aunque dicen preservar su privacidad, usan y abusan de nuestros datos sin nuestro consentimiento. El capitalismo del siglo XXI funciona sin propiedad sobre la materia prima que nace del registro de nuestra conducta digital y que monetiza las corporaciones tecnológicas sin retribuirla. Hablamos de un capitalismo cognitivo que elabora algoritmos sin límites legales o éticos y dentro de una estrategia de marketing conductual que busca capturar usuarios que sean felices de vivir asistidos por ellos. Así, el algoritmo toma decisiones por nosotros y nos feudaliza al permitir que, como sucede con el famoso PageRank de Google, nos beneficiemos de él a cambio de nuestros datos y de someternos sin discusión a su poder. Algo que controla la información que consumimos a diario y que permite a Google una capitalización bursátil cercana a 700.000 millones de dólares.

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Crecen las voces que critican esta situación. Que protestan contra los sesgos que introducen algoritmos que buscan solo incrementar su eficiencia monetizable, sin criterios de equidad ni patrones éticos. La reacción ha llegado a la Unión Europea y se ha convertido en un vector regulatorio que busca neutralizar los efectos perversos que agravan la discriminación de la mujer, de los afroamericanos o los musulmanes. Se invoca la ética, pero no es suficiente. Resuelve parte del problema, pero hay que ir más allá. Hay que propiciar una regulación legal que exija diseños que tomen la dignidad humana como referente. Una regulación que, además, debe desarrollar un derecho de propiedad sobre los datos que fundamente la cadena de valor que concluye con el diseño de las aplicaciones y servicios que constituyen la oferta del mercado digital.

Se trata, por tanto, de identificar una propiedad que defina lo mío, lo tuyo y lo de todos. Que regule los intercambios digitales y fije los límites remuneratorios o de negociación que han de darse sobre los datos. Una propiedad especial que favorezca mecanismos de competencia que pongan fin a los monopolios actuales y que, incluso, introduzca una función social sobre los algoritmos que, sin menoscabar la capacidad innovadora de sus diseñadores, limite temporalmente su explotación en exclusiva como un monopolio natural. Una solución parecida a la que opera sobre la propiedad intelectual y que socializa la obra después de unos años. En este caso, un tiempo reducido porque, entre otras cosas, los algoritmos se hacen a partir de los datos de otros. En fin, una propiedad que socialice los algoritmos y haga posible que la propiedad de unos pocos, después de compensar su talento y creatividad, acabe beneficiando a todos los que contribuyeron a ella.

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