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IDEAS
Columna
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Por qué no volveré a volar por Europa

Una experta en ciencias ambientales narra su cambio tras haber sido testigo de la degradación climática

Protesta en Múnich contra el cambio climático (26 de julio). Andreas Gebert (REUTERS) / PETER KNEFFEL (AFP)
Protesta en Múnich contra el cambio climático (26 de julio). Andreas Gebert (REUTERS) / PETER KNEFFEL (AFP)PETER KNEFFEL (AFP)

Bajo del tren en París y me recibe un calor tan intenso que instantáneamente me recuerda la época en que trabajaba como ingeniera de salud medioambiental en el África subsahariana en 2009. En estos momentos, la ciudad está a 45 grados, la temperatura más alta a la que ha estado jamás, y los parisienses sufren sin sombra suficiente, sudorosos y letárgicos en edificios diseñados para un clima más moderado. Europa vive temperaturas récord para el planeta. Según el Instituto de Investigación de Potsdam sobre el Impacto del Cambio Climático, los veranos más cálidos del continente desde 1500 antes de Cristo se han registrado sin excepción desde que empezó el siglo XXI. Actualmente, en todo el mundo se alcanzan récords mensuales de calor, con una frecuencia cinco veces superior a lo que lo harían con un clima estable.

Mi decisión de tomar el tren en vez de volar para recorrer la considerable distancia que separa Bolonia, en Italia, de Bath, en el Reino Unido, se considera un acto radical. El viaje de puerta a puerta dura 15 horas, mientras que en avión serían un par. Se trata de una decisión fundamental que los europeos tenemos que convertir en algo normal si queremos aunar esfuerzos y combatir el calentamiento global.

Tengo muchas razones para querer que las cosas cambien, ya que, debido a mi trabajo, he sido testigo de la destrucción ecológica a resultas de la degradación climática. Salir en busca de agua en el desierto para abrevar a los rebaños sedientos de los nómadas turkana ya es complicado de por sí, pero lo es aún más cuando las lluvias estacionales llevan varios años consecutivos sin caer y los acuíferos locales están prácticamente secos. La sequía trae hambre, y el niño esquelético que murió en mis brazos no ha dejado de perseguirme.

La comodidad ya no es una excusa para la aniquilación ecológica. Cada mo­lécula de CO2 que dejemos de emitir es crucial

Disponemos de menos de 12 años para limpiar la atmósfera de dióxido de carbono. De lo contrario, el clima planetario se desestabilizará de manera irreversible. Nuestras infraestructuras ya no podrán cumplir su función mientras nos afanamos por diseñar en una semana proyectos para hacer frente a las inundaciones severas y las olas de calor crónicas. Lo que me preocupa es cómo gestionar las reservas de agua. El acceso al agua segura y apta para su uso constituye la base de la salud pública, sin la cual las enfermedades infecciosas, sobre todo en las zonas densamente pobladas, como las ciudades, puede diezmar a las comunidades.

Hasta que no se produzca una evolución en la tecnología aeronáutica que me permita viajar sin contaminar el aire, rara vez volveré a volar, si es que lo hago. La comodidad ya no es una excusa para la aniquilación ecológica. Aparte de que los viajes en avión no tienen alma. Mi recorrido en tren a través de Europa ha vuelto a prender en mí el espíritu aventurero de la juventud. Conozco a personas con las que jamás habría conectado viajando apretados en un reactor a toda velocidad, con los auriculares puestos, aislados de nuestros semejantes. Veo desplegarse el paisaje italiano y francés, cada vista más impresionante que la anterior. Escribo un artículo, así que mi tiempo es productivo. El ambiente del tren favorece la concentración y la imaginación. Muchas veces he escrito en él algunos de mis mejores trabajos. La gente me mira con incredulidad cuando cuento que mi familia y yo elegimos viajar en ferrocarril en vez de volar. El sector del transporte se ha organizado de manera práctica y creativa con los vuelos baratos, de modo que las escapadas de fin de semana a Río de Janeiro o una semana tumbado al borde de la piscina en México forman parte de la normalidad, y hasta de nuestras aspiraciones. Pero el coste ecológico de estos viajes afecta a todos los seres vivos del planeta. Es, lisa y llanamente, una insensatez.

Cuando alguien ha visto con sus propios ojos, como lo he visto yo, el precio que la humanidad paga por ello, cada molécula de CO2 que dejemos de emitir resulta crucial. Y somos la especie más creativa de la Tierra, así que podemos reinventar el sector del transporte de manera que sea posible trabajar, divertirse y, al mismo tiempo y sobre todo, proteger el mundo natural. ¿Cómo lograr unirnos en una comunidad planetaria y exigir el cambio? Empecemos por negarnos a colaborar con los sectores que deterioran el medio ambiente con temeridad y minan la posibilidad de un futuro seguro y saludable.

La británica Alexandra Jellicoe es ingeniera experta en ciencias ambientales y escritora.

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