Los ‘beatniks’ tenían razón
En la carretera, el desvío y la aventura están a un intermitente de distancia, mientras que no hay forma de escapar al destino cuando se vuela o se sube a un tren. La ficción lleva décadas inspirándose en el viaje en coche
Un mañana de julio de 1920, Francis Scott Fitzgerald y su mujer, la imprevisible flapper Zelda, se subieron a su viejo cupé, un Marmon 1917 de segunda mano, y, decididos a despertar en un lugar en el que pudieran desayunar melocotones y galletas, se dispusieron a recorrer los más de 2.000 kilómetros que separaba Wesport, Connecticut, de Montgomery, Alabama. ¿Por qué? Porque Zelda se había despertado tarareando una vieja canción que hablaba precisamente de que en Alabama la gente desayunaba galletas y melocotones y que por eso eran todos más guapos y agradables, mientras que en Connecticut todos eran ceñudos y aburridos porque comían huevos y beicon y tostadas. “Me vestiré”, le dijo Francis, “bajaremos y nos meteremos en el coche [al que llamaban, cariñosamente, la Chatarra Rodante], nos sentaremos en el asiento delantero y nos iremos hasta Montgomery, Alabama, y comeremos galletas y melocotones”, en un arrebato que sin duda suena a una declaración de amor poderosamente infantil; a “estamos vivos, hagamos que nada más importe que el hecho de que estamos vivos y todo es aún posible”. La maravillosa anécdota que da inicio al relato del viaje —real porque sí lo hicieron— quedó recogida El crucero de la Chatarra Rodante, un librito que primero fue un reportaje de esos que Fitzgerald vendía a miles (en este caso, a la revista Motor) para costear las fiestas que les dejaban en la ruina. La historia contiene hasta el último de los ingredientes que, se diría, hacen que la carretera represente todo aquello que uno anhela al imaginar un viaje.
Para empezar, no existe una idea de aventura comparable al viaje en coche. “No sabía adónde ir excepto a todas partes”, escribió Jack Kerouac, a su vuelta de algunos de sus viajes de costa a costa en EE UU, a veces en autobús, a veces en cualquier automóvil con el que se topase, en la evolución de la idea del hobbo asaltatrenes, el superviviente trotamundos de la América hundida (económica y espiritualmente) que describió John Steinbeck. La carretera, para los beatniks, era algo más que mero asfalto: era el fin de la dictadura del buen chico (y buena chica); era el fin del matrimonio, y de la vida muerta del padre (y de la madre) de familia, era un desvío hacia ninguna parte que acababa siendo un desvío hacia uno mismo.
Toda la road fiction es, en sí misma, redefinición de identidades. Pensemos en la película Thelma y Louise. En Dos en la carretera. En todo el cine de Vincent Gallo, en especial, Buffalo ‘66, casi un himno al desencaje y a la vida al margen, porque el viaje en carretera también es, como dejó dicho Kerouac, vida, sin más. Lo es hasta cuando se detiene (como ocurre en el atasco de La autopista hacia el sur, de Julio Cortázar). Lo que importa es el camino, se dice, no el lugar al que conduce. Porque el lugar al que conduce la vida es la no vida, y el destino del viaje es el fin. Cabría pensar entonces que cualquier viaje, en cualquier tipo de vehículo, debería resultar igual de apasionante, porque todo viaje propone un camino. Pero no es así. Porque solo existe uno que puede cambiar en cualquier momento. En la carretera, para activar el desvío (y el no fin del viaje) basta con activar el intermitente.
“No sabía adónde ir excepto a todas partes”, escribió Kerouac a su vuelta de uno de sus viajes de costa a costa en EE UU
¿Cómo puede desactivarse el destino en el estructurado y asfixiante mundo de los cilindros voladores, es decir, los aviones? Pensemos en lo que nos cuenta la ficción sobre el viaje en avión, porque la ficción nunca miente. La ficción siempre está intentando encontrar salidas. ¿Cómo arranca la aventura en Perdidos, quizá la serie más aventurera, y de, diríamos, redefinición de identidades, que se ha escrito jamás, a partir de un vuelo? Con un accidente, ¡por supuesto! Porque ¿qué puede hacernos escapar de un viaje tan controlado como aquel que pretende que volemos? “Te despiertas en el aeropuerto de O’Hare. Te despiertas en el aeropuerto de La Guardia. Te despiertas en el aeropuerto de Air Harbor. Cada vez que el avión se ladeaba en exceso al despegar o al aterrizar, rezaba para que nos estrellásemos. (…) Rezaba para que hubiera turbulencias y viento de cola. Rezaba para que algún pelícano fuera succionado por las turbinas o para que el fuselaje tuviese algún perno suelto”. El protagonista de El club de la lucha de Chuck Palahniuk (adaptado al cine por David Fincher) equipara su torturante vida (de la que no puede escapar) con viajes en avión. Y lo mismo hace Douglas Coupland en Miss Wyoming: la historia de Susan Colgate, una famosísima modelo que decide dejar de ser ella misma, y estar atrapada en un mundo que aborrece, cuando un accidente de avión le permite fingir su muerte y desaparecer. ¿Cómo escapan a la aventura, y evitan su destino los pasajeros de un vuelo aburrido protagonistas de Langoliers, de Stephen King? ¡Mudándose a otra dimensión! Lo mismo, se diría, ocurre en un barco grande: todo está tan guionizado en un crucero que la única aventura es la aventura social. Puedes conocer a alguien y ese alguien puede cambiarte la vida. El desvío depende del otro, no de ti.
Algo parecido ocurre en los trenes. La ruta está trazada, y esa es la principal diferencia entre el viaje en carretera y el resto. Uno no puede dirigir su propio tren, ni pilotar su propio avión (hay quienes pueden, pero buena parte de los mortales se limita a comprar billetes) y, por tanto, está atrapado. La duración del viaje y, sobre todo, el anonimato, en el tren, hacen que todo lo que pueda ocurrir en esos trayectos dependa, como en el barco, de quien sea con quien te topes. Pensemos en el clásico entre los clásicos del viaje en el tren y descubriremos que es una novela negra, Extraños en un tren, de Patricia Highsmith, en la que un par de tipos acuerdan asesinar a otro par de tipos que les están haciendo la vida imposible. Cada uno matará al tipo que le hace la vida imposible al otro y así no habrá manera de que den con ellos, porque parecerán un par de asesinatos al azar. Pensemos en la trilogía de Richard Linklater que arranca con Antes del amanecer, y el cruce de Ethan Hawke y Julie Delpy en un tren. El desvío es momentáneo, ellos siguen atrapados en sus vidas, como lo están en la ruta, por más que se pretenda libre, del tren, y lo siguen hasta el final.
El tren y el avión nunca son el fin, sino un medio, mientras que el coche, que en la historia de Zelda y Francis empieza siendo el medio que va a permitirles hacer exactamente lo que quieren —es decir, ser felices desayunando melocotones en otro lugar—, acaba convirtiéndose en el único fin, pues la peripecia manda cuando pisas el asfalto, porque el coche, la camioneta, la motocicleta, lo que sea que te lleve, a ti, y a veces solo a ti, hasta el lugar al que deseas (y no) llegar, eres tú.
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