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Columna
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El diván colombiano

La sanación de la conciencia colectiva y la concordia son objetivos esenciales pero imposibles sin la convergencia de sociedad civil, partidos e instituciones del Estado

Juan Jesús Aznárez
Un grupo de madres reclama justicia por sus hijos usados como 'falsos positivos' en Colombia.
Un grupo de madres reclama justicia por sus hijos usados como 'falsos positivos' en Colombia.OXFAM

El asesinato de civiles inocentes en Colombia y su contabilidad como guerrilleros muertos en combate, los falsos positivos, una práctica que investiga la Fiscalía en miles de expedientes, complicó el ascenso del jefe del Ejército, Nicacio Martínez, y obstaculiza la erradicación de la cultura de la muerte, enraizada a lo largo de 60 años de violencia política, guerrillera, narcotraficante, militar, paramilitar y callejera. Tardará generaciones en desaparecer si no se logran consensos que aceleren la eliminación de los gérmenes de la epidemia y la rehabilitación mental de los colombianos.

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Las últimas revelaciones sobre el comportamiento del estamento castrense, las ejecuciones extrajudiciales, demuestran que la cultura de la vida es asignatura pendiente, disciplina que debiera ser de obligado aprendizaje en una sociedad con profundas secuelas, casi convencida de que morirse en la cama es un cuento chino. Ni las fuerzas políticas, ni el Ejército, ni la ciudadanía parecen haberse puesto manos a la obra en la depuración de la memoria y la cimentación de una pedagogía generacional sobre justicia, derechos y deberes.

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Las heridas de Colombia aún sangran. Aunque la ideología como banderín de enganche tiene arreglo político, contra el bandolerismo solo caben la coerción y la ley. Jefes implicados en el falseamiento contable de muertos en la lucha contra las FARC persiguen ahora a la envilecida guerrilla del ELN y a bandas dedicadas al narcotráfico, la extorsión y el secuestro.

Las fuerzas armadas obedecieron los programas de defensa y seguridad del Congreso y el Gobierno pero también se politizaron y actuaron criminalmente contra el terrorismo miliciano. Emborronaron una trayectoria de subordinación al poder civil excepcional en América Latina porque, contrariamente al resto de la región, no se impusieron como dictaduras excepto durante los siete años de los generales Urdaneta y Melo, en el siglo XIX, y de Rojas Pinilla, en el XX. Cuartelazos hubo varios, pero reconducidos hacia la constitucionalidad, vulnerada por la homicida contienda entre liberales y conservadores tras el asesinato, en 1948, de Jorge Eliécer Gaitán, candidato presidencial de los liberales.

Colombia deberá curarse en el diván de pacifismo, escuchando a las víctimas y verdugos de una guerra civil no declarada que causó 262.197 muertos y 80.514 desaparecidos, la mayoría civiles, entre 1958 y julio de 2018, según el Centro Nacional de Memoria Histórica. Más de siete millones fueron expulsados de sus hogares. Sin ocultaciones ni disculpas, solo la integración de las diferentes verdades sobre el origen del conflicto y las injusticias sociales que lo provocaron, permitirá un nuevo marco de convivencia y el progresivo desarraigo de la violencia como herramienta política. La sanación de la conciencia colectiva y la concordia son objetivos esenciales pero imposibles sin la convergencia de sociedad civil, partidos e instituciones del Estado.

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