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NAVEGAR AL DESVÍO
Columna
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El amante de las palabras

Manuel Rivas

En realidad, 6.700 no son tantas lenguas. Son creaciones preciosas, irrepetibles, que se escurren desahuciadas por las grietas de la historia.

NO SE HABLA mucho del asunto en el mundo rostro pálido, pero conviene recordar que estamos en el Año Internacional de las Lenguas Indígenas. Así lo acordó la ONU con el propósito de alertar ante el acelerado proceso de extinción de muchas de las 6.700 lenguas que se hablan en el planeta. Necesitamos una ecología de las lenguas porque no solo son damnificados los pueblos que sufren esa amputación. En realidad, todos somos indígenas. Las palabras que se matan, sea en la Amazonia o en Alaska, van a parar al mismo yacimiento catastrófico que las plantas y los animales extinguidos. Y cada lengua que desaparece es un velatorio de aves, un río que se seca, una escuela vacía, una manta deshilachada, un toque de silencio.

¿Por qué Yucatán se llama Yucatán? En ese territorio mexicano un grupo de conquistadores capturó a un par de indígenas. Para trazar el mapa de posesión, hay que nombrar la tierra, así que el jefe de la expedición preguntó a los nativos cómo se llamaba el lugar donde estaban. Ellos negaron con la cabeza. Presionados, uno de ellos respondió al fin: “¡Yucatán!”. En su lengua, venía a significar: “¡No entendemos lo que preguntas, tío!”. Ahí terminó la conversación. El jefe ordenó al escribano: “¡Yucatán! El lugar se llama Yucatán”.

En realidad, 6.700 no son tantas lenguas. Más bien, son pocas. Son creaciones preciosas, irrepetibles, que se escurren desahuciadas por las grietas de la historia. Cada dos semanas, se muere una. Porque con el hipercapitalismo todo se ha acelerado, también las pompas fúnebres. Podríamos estar hablando de des-extinción, eso sería lo civilizado. Como ocurrió con el hebreo, recuperado in extremis por Eliezer Ben-Yehuda. En los encuentros de este año simbólico, entre los especialistas preocupados por la vida de las lenguas prevalecen dos posiciones. Una, pesimista, que sostiene que hacia el final de este siglo habrán desaparecido la mitad de las lenguas del mundo. Otra, más pesimista: el 95% de las lenguas no llegarán al año 2100.

Salvar las palabras puede ser una actividad de riesgo. Hubo gente que apostó la cabeza. Yo hoy quería hablarles de Aníbal Otero. Nacido en una pequeña aldea gallega, Ribeira de Piquín, en 1911, hijo de un militar de la guerra de Cuba, se formó en Filosofía y Letras en Madrid, con el magisterio decisivo de Menéndez Pidal. Este sabio presidía el Centro de Estudios Históricos, donde se fraguó el más importante proyecto de investigación lingüística de la historia (y hasta hoy) en los ámbitos de España y Portugal. Se trata del Atlas lingüístico de la península Ibérica (ALPI). Después de muchas dificultades, el sueño de Pidal se puso en marcha en el albor de la II República, dirigido por otro sabio legendario, Tomás Navarro. Un héroe de verdad: asumiría la dirección de la Biblioteca Nacional de España en 1936, en el periodo cruento de asedio y bombardeos fascistas de Madrid, y consiguió mantener a salvo el gran tesoro bibliográfico. En el franquismo, su nombre fue “desaparecido” de los libros que él mismo había escrito. Catedrático en Columbia, murió en el exilio, en Estados Unidos.

Pero volvamos atrás, al tiempo de esperanza, cuando no se trataba del desaparecer sino del renacer las palabras. Volvamos al maravilloso Atlas lingüístico. Tomás Navarro integró en su equipo desde el inicio a Aníbal Otero. Hizo su trabajo en Galicia con una entrega admirable, con la colaboración de Aurelio Espinosa. Dos años de investigación de campo, casi siempre desplazándose a pie. Cuaderno en mano, recogía la información con la escucha, y hacía las transcripciones con el alfabeto fonético acordado para el Atlas. Antes de la guerra, lo había interrogado un policía por registrarse en una posada de Tui con la sospechosa profesión de filólogo. ¿Qué es eso de filólogo?, le preguntó aquel fenómeno. ¡Como en Yucatán! Parece un incidente cómico, pero resultaría una dramática profecía.

Sus últimas notas para el Atlas fueron tomadas el día 20 de julio de 1936, en el norte de Portugal. Fue detenido por la policía salazarista y entregado en la frontera a la policía española, acusado de espionaje por sus cuadernos de transcripciones fonéticas. Por caligrafiar el sonido de las voces bajas. Cuentan que Pidal estaba desesperado. Pese a sus gestiones, Aníbal fue condenado a muerte. Finalmente, sufrió un duro periodo de prisión del que salió al borde de la de extinción. Por filólogo. Por amar las palabras.

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