Violencia, desigualdad… Lo que la esperanza de vida dice de cada país
Las diferencias de perspectiva vital entre continentes, países, zonas, razas y sexos son enormes.
FRACASÉ. No es nada nuevo, nada raro, pero esta vez no trato de disimularlo: fracasé. Me he pasado horas tratando de encontrar su origen y no supe. Sería un mal chiste decir que me quedé sin esperanza. O que me pliego al Dante y su cartel en la puerta del infierno: “Lasciate ogni speranza / voi ch’entrate”, que los que entren dejen atrás toda esperanza. Me niego a dejarla: aunque no consiga saber quién la inventó, creo que la esperanza de vida es una de las nociones más decisivas más desdeñadas de estos tiempos.
Está, para empezar, la traducción. Suele ser una derrota; esta vez fue un triunfo inmerecido. Cuando algunos británicos ávidos inventaron el concepto en Londres y en el siglo XIX, junto con la mayoría de esas estadísticas que servían a las aseguradoras para ganar más plata, la llamaron, faltaba más, life expectancy. Otro hubiera sido su destino en nuestra lengua si su primer traductor la hubiera transcrito correctamente como “expectativa de vida”; su error, en cambio, fue fecundo: “esperanza de vida” evoca tanto.
Pese a su nombre espléndido, la esperanza de vida es un cálculo estadístico: revisando a qué edad se mueren las personas en un determinado ámbito se pronostica cuánto podrían vivir los que nacen ahí, los que viven ahí. La esperanza de vida es un promedio: un intento de describir un conjunto limando sus particularidades. Pero, aun así, es un promedio brutalmente elocuente, que muestra qué grado de protección, seguridad, justicia les ofrece su entorno. O sea: cómo es su sociedad.
La esperanza de vida es una cifra que cuenta lo más básico: vivir o no vivir. En un mundo dominado por los números, ninguno debería ser más importante. Se habla mucho de PBIs, Ginis, IDHs varios; nada de eso sirve demasiado sin la vida.
Es cierto que, como todos los números, se manipula bien, se manipula con frecuencia, se lo usa para cualquier engaño. Es fácil decir que “la esperanza de vida de la humanidad” en 1950 era de 46 años y ahora es de 71: qué mejor demostración, nos dicen, de la pujanza del progreso. Solo que decir eso supone no decir, por ejemplo, que los nacidos hoy en Norteamérica deberían vivir —en promedio— hasta los 79 años, y los nacidos en África, hasta los 59. No decir que entre un norteamericano y un africano la famosa desigualdad se mide así de fácil, así de despiadada: que el primero tiene muchas chances de vivir veinte (20) años más, un tercio más que el segundo.
La esperanza de vida es elocuente y cruel; sus cuentas suelen estar claras. Los cinco países con mayor esperanza son, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), Japón, España, Suiza (los tres superan los 83 años), Australia y Singapur (82,9 ambos); los cinco con menos son Lesoto (52,9), República Centroafricana, Sierra Leona, Chad y Costa de Marfil (54,6): más de treinta (30) años menos.
Y si las diferencias entre países son dramáticas, las internas son casi más feroces: en los Estados Unidos, por ejemplo, un varón blanco espera vivir siete (7) años más que un varón negro —porque los negros tienen menos plata para curarse y cuidarse y alimentarse bien y más chances de morir violentamente. En Rusia, por ejemplo, un hombre espera vivir diez (10) años menos que una mujer —porque ellos siguen bebiendo y fumando y empachándose mucho más que ellas. En Francia, por ejemplo, tan moderna égalité fraternité, los señores del 5% más rico, que ganan más de 5.800 euros, esperan vivir trece (13) años más que el 5% más pobre, que gana 500. En España, sin ir más lejos, una madrileña puede esperar vivir cinco (5) años más que una ceutí.
Y así de seguido. La esperanza de vida es un indicador riquísimo: habla, canta, grita tantas cosas. Supongo que ese es su problema: decir tan alto y claro eso que decidimos no saber.
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