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3.500 Millones
Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

Acceso universal sin dejar a nadie atrás

Es necesario cambiar las formas tradicionales del trabajo en desarrollo para poder acabar con la desigualdad en el acceso al agua

David Muñoz / ONGAWA

Este año Naciones Unidas propone “No dejar a nadie atrás” como lema para conmemorar el Día Mundial del Agua, en línea con las metas del Objetivo 6 de la Agenda 2030. Pero, ¿qué hay detrás de esa frase? ¿Quién se está quedando atrás? A pesar de los esfuerzos que se han hecho en el mundo durante las últimas décadas por reducir la población sin acceso al agua potable, 3 de cada 10 personas siguen sin acceso a este recurso fundamental en sus hogares. Como es fácil de adivinar, esta población –2.100 millones de personas–, no se encuentra repartida por igual entre las distintas zonas del planeta, ni las actuaciones llevadas a cabo han sido aleatorias. Hasta ahora, los esfuerzos se han focalizado mayoritariamente en aquellas zonas y grupos de población más fáciles de abastecer, con el objetivo legítimo de incrementar las cifras de cobertura rápidamente.

El resultado de esas políticas de inversión nos ha dejado un panorama actual marcado por importantes brechas de desigualdad, mostrando un claro perfil de la población que está quedando desatendida. La mayor parte de esta se encuentra en África Subsahariana y en Asia Central y Meridional, principalmente en comunidades rurales y áreas en las que habitan minorías étnicas, barrios con altos índices de pobreza y marginación y áreas urbanas informales, donde los réditos políticos son bajos.

Además de esta desigualdad geográfica, hay otra más imperceptible dentro de los propios grupos de población, que no son homogéneos. Se trata de aquellas personas que, por sus necesidades especiales, se quedan fuera de las soluciones pensadas para dar cobertura a la mayoría. Personas con algún tipo de discapacidad, personas mayores, niños y niñas, enfermos, etc., para los que accionar una bomba manual o acarrear un cubo de agua de la fuente al hogar es un reto inabordable.

Otro tipo de exclusión más sutil y aún menos evidente tiene que ver con el acceso a la toma de decisiones. La participación activa, libre y significativa está fuera del alcance de muchas personas. Unas veces por falta de espacios que hagan posible una participación abierta y que quedan restringidos a las élites (políticas, económicas y técnicas) pero otras, por motivos arraigados en las tradiciones sociales y culturales, como en el caso de las mujeres, los pueblos indígenas o los colectivos de personas con discapacidad.

Si realmente buscamos un desarrollo sostenible que no deje a nadie atrás, como se acordó con la firma de la Agenda 2030, es necesario cambiar las formas tradicionales del trabajo en desarrollo. De esta forma, se puede evitar seguir ampliando las brechas y condenando a la marginalidad a estos grupos de población, que enfrentan su desarrollo con menos oportunidades y medios que el resto.

¿Cómo podemos afrontar este reto? Lo primero es contar con la información necesaria para poder identificar con precisión los patrones de discriminación en cada caso concreto, porque los datos actuales no están lo suficientemente desagregados como para visibilizar con exactitud quién está quedando atrás y poder hacer un seguimiento de la reducción de las desigualdades.

En segundo lugar, identificar las causas que provocan la desigualdad y afrontarla tanto con medidas estructurales que aborden las relaciones de poder tradicionales, como con acciones positivas encaminadas a conseguir un equilibrio real en cuanto al acceso entre todos los colectivos. Para ello, además de la revisión de los marcos legales y normativos vigentes en cada país para eliminar cualquier tipo de discriminación posible, los Estados deben comprometerse formalmente con la reducción paulatina de estas desigualdades. Esto puede lograrse invirtiendo una parte de sus recursos específicamente para atender a estos colectivos y rindiendo cuentas a la ciudadanía de esos compromisos, en su empeño por lograr el acceso universal al agua.

En tercer lugar, es imprescindible revisar los diseños y las formas en las que se prestan los servicios de agua potable y saneamiento. De esta manera, se asegura que no se producen discriminaciones en el acceso, pero tampoco a la hora de asegurar otros elementos fundamentales como la calidad del agua, la disponibilidad del recurso, la asequibilidad económica o la aceptabilidad cultural del servicio, todas ellas categorías que protege el derecho humano al agua (reconocido por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2010).

En cuarto lugar, formalizar espacios de participación realmente inclusivos y, en paralelo, fortalecer las capacidades de los colectivos más vulnerables para superar las barreras que actualmente les impiden acceder a la toma de decisiones. Como ejemplo, hay ya muchos casos exitosos de procesos de empoderamiento de mujeres que han conseguido pasar de meras espectadoras en la gestión y control del recurso hídrico en sus comunidades, a ocupar un puesto protagonista, consiguiendo así un enorme impacto en el camino hacia la igualdad de género (Objetivo 5 de la Agenda 2030).

Esta lista de medidas que, sin ánimo de ser exhaustiva, afecta fundamentalmente a los gobiernos requiere de la implicación de muchos otros actores como los prestadores de los servicios, las organizaciones de cooperación y a la ciudadanía en general. Esta última instancia, ha demandado a sus Estados (y no debe dejar de hacerlo) un compromiso activo y eficaz con la Agenda 2030 con la convicción de que el desarrollo sostenible debe beneficiar a todos, sin dejar a nadie atrás.

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