Nicholas Negroponte: “Siempre he animado a la gente a no ser realista”
Gran apóstol de la innovación tecnológica, lleva tres décadas tendiendo puentes entre creadores y empresas. Cofundador del legendario Media Lab del MIT y de la revista Wired,la avalancha de críticas sobre la deriva de Internet no ha hecho mella en su optimismo. La próxima gran revolución, augura, hay que buscarla en la biotecnología
EL DISTINGUIDO aire clásico de Nicholas Negroponte (Nueva York, 1943), con sus gafas de carey de montura redonda a lo Le Corbusier, su impecable jersey de cachemir y pulidos zapatos de piel, no ofrece ninguna pista evidente que permita identificarle como un insigne agitador, infatigable apóstol desde hace medio siglo del avance tecnológico. Su teléfono no está a la vista, ni asoma en ningún momento a lo largo de la hora en la que transcurre la conversación, que se celebra en la sede de la Fundación Norman Foster de Madrid —institución de la que es patrono—, pero Negroponte presume de estar perpetua y felizmente conectado. La desconexión no es algo que contemple.
Formado como arquitecto en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), donde investigó sobre las nuevas posibilidades que los ordenadores ofrecían al diseño, arrancó su carrera en esa misma institución en 1966 y casi dos décadas después, en 1985, lanzó allí, junto a Jerome B. Wiesner, el legendario Media Lab, un centro multidisciplinar de investigación cuyos proyectos abarcan desde el urbanismo hasta las ciencias de la salud. Negroponte ha sido un puente fundamental entre inversores e inventores. Criado en Manhattan en el seno de la acaudalada familia de un armador griego y educado en internados estadounidenses y suizos —su hermano John es un conocido diplomático estadounidense—, dice que se le daban bien las matemáticas y el arte (“me gustaba ponerme los dos trajes, el gris y el de rayas”) y que aquello fue lo que le condujo al campo de la informática, un ámbito creativo en el que había mucho por inventar y que estaba regido por fórmulas y código. Sin embargo, a Davos, otro importante campo de acción, Negroponte llegó en los ochenta con sus padres, antes de que el encuentro se llamara Foro Económico, y por una mera cuestión de vecindad: la familia tenía una casa allí y empezaron a llamarle para que diera algunas charlas.
Además de ser socio de un fondo de inversión especializado en tecnología digital y entretenimiento, ha invertido directamente en cerca de medio centenar de start-ups y fue socio fundador de la revista Wired. Sus populares columnas en la última página de esta publicación le convirtieron en muy visible defensor de la ciberesfera y acabaron por colocarle en la lista de autores superventas al quedar recogidas en el libro El mundo digital (Ediciones B), traducido a más de 40 idiomas. Pionero en muchos ámbitos, Negroponte también pronunció la primera charla TED de la historia en 1984. Allí habló de pantallas táctiles, teleconferencias y CD-Rom, algo que sonaba casi a ciencia-ficción. Desde entonces ha pronunciado más de media docena de TED. No hay duda de que tiene mucha fe en la importancia de la comunicación, y de que se siente cómodo sobre un escenario.
Es muy conocido por sus predicciones. ¿Cuáles espera que aún se cumplan? He tenido una posición muy afortunada que me ha permitido integrar en una visión de futuro lo que hacíamos en el MIT. Pero eran extrapolaciones. Es más fácil proyectarse si estás metido de lleno haciendo cosas que si estás leyendo y tratando de adivinar el futuro a partir de la información que has analizado. Si trabajas en algo como el desarrollo de tecnología de pantallas, es bastante sencillo vaticinar que progresivamente serán más baratas y con mejor resolución y color.
En un mundo de cambio constante, ¿qué necesita una idea no solo para despegar, sino para perdurar? La velocidad hoy es tan alucinante que lo que cuesta entender es ese ritmo y no tanto el cambio en sí. Hay ideas y escuelas de pensamiento que han tenido un ciclo de vida muy corto y, sin embargo, su impacto ha sido enorme por su gran capacidad de contagio. Le daré un ejemplo: el campo de la ciencia cibernética no duró mucho, probablemente hoy quede solo un grupo de profesores metacibernéticos, porque esa área de estudio se desgajó en las ciencias computacionales. Esto está volviendo a pasar ahora con el área de la biología sintética y estudios relacionados con la genética que no tienen necesariamente un nombre o un departamento claro, pero que están conectados a otras áreas: aunque puede que no sobrevivan como campos de estudio específico, conducen a otros. La durabilidad de una idea tiene que ver con que acabe formando parte de la cultura, que la contagie.
Después de pasar más de una década en laboratorios diseñando, decidió dejarlo y ayudar a que otra gente hiciera lo que usted había hecho. ¿Qué le llevó a tomar esta decisión? Crecí en un entorno extremadamente privilegiado y tuve mucha suerte. Mis padres eran intelectuales, aristócratas en cierto sentido, muy europeos, y como hijos suyos teníamos muy buenas oportunidades. No albergué la ambición de ser más rico o acceder a una clase social más alta. No sé si me equivocaba, pero pensaba que ya lo tenía y que la vida no iba de eso. Cuando empecé a inventar y a investigar, la gente fue muy generosa conmigo. Había profesores a los que les dije cosas muy tontas y que no me despreciaron, sino que me ayudaron a repensar las ideas. En el MIT te hacían creer que cualquier cosa era posible. Y me sentí muy afortunado. Después pensé que me había llegado el turno de crear este tipo de oportunidades para otra gente.
El Media Lab del MIT lo creamos como un lugar para inadaptados, para aquellos que no encajaban estrictamente en la sociedad
¿Qué ha aprendido después de 30 años conectando el dinero y las ideas, el mundo de los negocios con la academia? Han pasado cosas muy interesantes. Siempre he creído que mi trabajo consistía en defender a los investigadores, aislarlos de los problemas, crear un ambiente en el que gente de grupos sociales distintos y de diversas edades trabajaran juntos sin un plan estricto, en un lugar heterogéneo, alentador y seguro. Se trataba de proporcionar un espacio en el que poder estar loco. Porque el Media Lab lo creamos como un lugar para inadaptados, para aquellos que no encajaban estrictamente en la sociedad. Ellos son a menudo de quien más tenemos que aprender, pero hay que tener cuidado: es muy fina la línea que separa a un inadaptado creativo de una persona realmente loca y disfuncional. Por esa línea caminamos en el Media Lab sin mucha cautela. Siempre he animado a la gente a no ser realista. Si alguien dice que algo es imposible, eso solo tiene que significar que hay que intentarlo con más ahínco. Hay pocos sitios donde poder hacer esto, porque normalmente estás sujeto a un baremo, algo funciona o no, es un éxito o un fracaso.
Me pregunto por las sospechas que generan los negocios en el mundo académico, por la suspicacia entre inventores y empresarios. La relación entre estos dos mundos no está exenta de problemas. Nunca he vendido una idea específica a nadie, ni a una empresa, ni a un miembro de un equipo académico. No he prometido que transformaríamos plomo en oro. A los CEO les explicaba que, si tener a un científico desarrollando nuevos proyectos en su compañía les costaba una cifra determinada, yo les ofrecía 500 en el Media Lab. Podrían tener cualquier cosa que necesitasen, pero sin derechos exclusivos. De todos modos, era una venta fácil, 500 contra uno.
El Media Lab ha seguido creciendo, y el paisaje empresarial también ha cambiado. Muchos “inadaptados creativos” hoy sueñan con montar sus propias start-ups, más que en trabajar para otros. Sería incorrecto decir que en el Media Lab la relación siempre es feliz y productiva con las start-ups: algunas chupan del laboratorio y otras contribuyen más. Es una evolución natural en el mundo de hoy, pero la víctima es el big thinking, el pensamiento a lo grande, que ya no recibe tanta atención. El número de gente que hace proyectos pequeños es mayor que hace 20 años porque esos son los que se prestan más a prosperar.
Después de la elección de Trump, voces como la del periodista Walter Isaacson o el científico creador de Internet, Tim Berners-Lee, han expresado su preocupación por la deriva de la Red. ¿Qué opina? Sí, hay gente que considera que la velocidad y la simplicidad de las conexiones han generado una serie de fenómenos que no son buenos. Yo pienso que esto es como argumentar contra la alfabetización. No veo el vínculo tan directo entre una cosa y otra. Internet no nos ha traído a Trump. Su victoria tiene que ver con el número de gente que no se sentía representada.
Las polémicas que ha suscitado Internet vienen de lejos, pero ¿qué tienen de nuevo las críticas actuales a la tecnología? Hay una corriente antitecnología que va más allá de Internet que para mí es difícil de entender. Por ejemplo, las criptomonedas son importantes para hacer transacciones y generar riqueza. Se dice que ayudan a traficantes, pero este argumento no tiene en cuenta que en los negocios ilícitos también se usa efectivo y todos llevamos monedas en los bolsillos. Se desvía la culpa en una dirección equivocada.
Sostiene que la biotecnología es la gran nueva revolución. Sí, si hoy arrancara el Media Lab, lo volcaría en esta área, es el nuevo digital, el asunto más importante en la actualidad.
La revolución digital e Internet han mostrado cuántas cosas pueden ir mal por falta de previsión y retraso en la legislación. Ese sistema no fue diseñado para que cada usuario tuviera una identificación y control sobre sus datos. ¿No le provoca cierto pavor los problemas que pueden surgir con la biotecnología? El impacto del sector biotech es efectivamente inmenso y los problemas éticos aparejados también. Afecta a la vida misma, a crearla y cambiarla y manipularla, e incluso hacer cosas que la naturaleza no ha hecho. El mundo artificial y el mundo natural serán de pronto el mismo, de repente podemos trabajar a una escala tan pequeña como la naturaleza y podremos hacer cosas inimaginables hace 30 años.
Puede que nosotros no, pero que tus nietos sí sean unos frankensteins: nos podremos diseñar y cambiar
¿Seremos unos frankensteins? Puede que nosotros no, pero tus nietos sí, en el sentido de que nos podremos diseñar y cambiar.
¿Nuestro estado anímico también? Eso ya lo hacemos con pastillas, con alcohol y otras muchas cosas. Lo que me parece muy interesante es la comunicación directa de cerebro a cerebro. Y el lado más extremo de esto es la involución del lenguaje al poderte comunicar directamente sin ningún interfaz. No es algo que me preocupe, pero leer la mente de la gente computacionalmente es algo que está lleno de problemas tremendamente complejos. Si se pueden leer las mentes y hay evidencia científica de ello, ¿se pueden también escribir? Es decir, si te tomas una pastilla y aprendes francés, eso sería escribir, no leer. ¿Eso va a pasar? Sí. ¿Es algo profundamente controvertido? Sí, es algo mucho más grave que la posibilidad de que pirateen tu cuenta bancaria.
La revolución digital parece que ya ha mermado nuestra capacidad de atención y concentración. Sí, muchísimo. Hoy esperas que una historia termine mucho antes. Mucha gente, yo incluido, no consumimos textos largos. Soy disléxico y, como me costaba, leía aún más que otra gente. Hoy consumo más palabras, pero todo en trozos de unas 250.
La conexión 24 horas es otro de los temas inquietantes. Se recurre a técnicas como el mindfulness para tratar de contrarrestarlo y hay quienes se marcan un tiempo al día para desconectar. ¿Lo ha intentado? No, y además creo que estar conectado me permite tener más tiempo de calidad. La gente te dice: ‘Me voy a tomar dos semanas con mi familia y voy a estar totalmente desconectado, ¿no es maravilloso?’. Pero si la opción fuese tomarte cuatro semanas de vacaciones con tu familia y estar un poco conectado, ¿no lo preferirías? La mayoría, sí. Sobre el mindfulness entiendo de dónde viene, pero a mí no me va.
Las sociedades hiperconectadas se enfrentan paradójicamente a nuevos problemas de aislamiento. ¿La revolución en las comunicaciones ha desembocado en cámaras de resonancia? Hoy, con muy poco esfuerzo, también puedes oír más voces que nunca, con opiniones que están en diferentes lados de la ecuación. Hay una parte de oír lo que quieres oír, pero también existe la posibilidad de escuchar otras opiniones. Un pueblo pequeño en el que la gente solo se escucha entre sí también es una cámara de resonancia. Lo que hoy tenemos es mucho más amplio.
En un pueblo sabías quién hablaba y hoy parte del problema radica en que puede que no sepas de dónde viene esa voz. Más que a la procedencia o identidad de esas voces, a lo que apunta su pregunta es a las fake news. Las noticias falsas son creadas por gente que quiere manipular, y eso es un escándalo. La cuestión es si se puede resolver esto computacionalmente o de alguna otra forma.
Sostiene que las naciones desaparecerán y solo habrá ciudades. Los alcaldes deberían gestionar el mundo. Las naciones son un concepto peculiar. Si tuvieras que rediseñar la organización de 7.000 millones de personas, nunca pensarías en crear más de 180 entidades, algunas de las cuales tienen 5.000 habitantes y otras más de 1.000 millones. Hemos evolucionado de una manera que nos ha llevado a un modelo de organización bastante peculiar de países grandes y pequeños, unos construidos de forma arbitraria, otros por accidentes geográficos, otros por religión. Hay una enorme disparidad, y los países son demasiado grandes para ser locales y demasiado pequeños para ser globales. Si miras a los que son ricos, productivos y felices, todos tienden a ser sociedades democráticas de entre cuatro y ocho millones de personas.
¿Qué opina del impulso nacionalista que gana adeptos por todas partes? Es muy desafortunado y lo contrario de lo que esperaba que ocurriera, pensaba que con Internet tendríamos un mundo más integrado. Los nacionalistas de cualquier tipo son egoístas. Todo se discute en unos términos bastante egoístas y cicateros.
Este auge nacionalista parece ser consecuencia del miedo que siente la gente. ¿El temor irá a más ante la robotización de las sociedades? Nadie discutía sobre los ascensores y otras cosas que cambiaron nuestras vidas. Ahora lo que parece preocupar a la gente es que el grado de automatización está afectando a lo que antes considerábamos actividades intelectuales. Entiendo la preocupación que suscita que el trabajo sea realizado por máquinas, pero no estoy seguro de que este cambio sea algo malo.
¿Su optimismo en estos años se ha aplacado? No, soy muy optimista, y eso es un estado natural, una forma de ser.
Uno de sus hermanos es el diplomático John Negroponte, y los otros dos se dedican al cine y al arte. ¿Qué les inculcaron en su casa? No sé si le echaban algo al agua. Los mayores crecimos con la idea del servicio público y los dos pequeños quizá lo hicieron en un momento en que se fomentaba más la creatividad y la expresión personal. Pero no puedo decirte por qué ninguno fundó una empresa. Supongo que nos atraía más el servicio a la sociedad civil y el arte, cosas de las que nos hablaban en casa.
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