Es fácil comprender
Eran judíos, ladrones, comunistas. O quizá buenas personas. Y qué. Había demasiados emigrantes por todas partes
Nos emocionamos con la película La lista de Schindler. Consideramos héroes a diplomáticos como el sueco Raoul Wallenberg y el español Ángel Sanz-Briz, que salvaron la vida a miles de judíos. Admiramos a August Landmesser, que en los astilleros de Hamburgo, rodeado de brazos en alto, se negó a hacer el saludo nazi. Nos estremecemos con la peripecia del Saint Louis, el barco que en 1939 zarpó precisamente de Hamburgo con 937 fugitivos a bordo y destino a La Habana, donde fue rechazado, al igual que en los puertos de Estados Unidos: el buque tuvo que regresar a Europa; poco después, muchos de aquellos viajeros fueron asesinados. No comprendemos por qué el mundo no hizo nada, o casi nada, ante la tragedia colosal de las personas que buscaban refugio, paz, esperanzas de vida.
En realidad, es fácil de comprender. Entre esa gente había delincuentes y tipos muy peligrosos. Bastantes de ellos no habían sufrido siquiera amenazas directas: buscaban simplemente el bienestar del que disfrutaban otros. Cada país tenía suficientes problemas como para agravarlos con esas masas tan inquietantes y difíciles de integrar. Y luego estaba el terrorismo, entonces llamado quintacolumnismo: en un mundo que se aproximaba a un gran conflicto bélico, resultaba absurdo ignorar que entre los fugitivos se ocultaban espías, dispuestos a infiltrarse para sabotear y hacer la guerra desde dentro.
Eran judíos, ladrones, comunistas. O quizá buenas personas. Y qué. Había ya demasiados emigrantes por todas partes.
Nadie ignoraba nada. De vez en cuando se publicaban historias terribles sobre algunas de esas vidas. Unos se enternecían. Otros las descartaban como propaganda de los enemigos, internos o externos. La vida seguía. En 1939 se estrenó la película Lo que el viento se llevó, un espléndido drama sobre la guerra civil estadounidense: en Atlanta, más de 300.000 personas salieron a la calle para aplaudir a los actores. Cuántas lágrimas de emoción hubo ese día, 15 de diciembre de 1939. Nunca hubo nada tan conmovedor como la caída heroica de la Confederación. Europa, por entonces, llevaba tres meses en guerra.
Es fácil mirar hacia otro lado. También es fácil justificarse. ¿Qué puedo hacer yo? Esa frase resulta muy eficaz. O se puede apelar a un criterio de ordinalidad: primero resolvamos nuestros problemas (nos faltan viviendas, nos cuesta financiar los servicios públicos, cosas graves) y luego ya nos ocuparemos de los problemas ajenos. Como recurso definitivo, el cinismo, la agresividad, el odio a los que vienen a perturbar nuestras vidas.
No cuesta nada explicarse lo que ocurrió en los años treinta del siglo XX. El mundo, recuerden, sufría las consecuencias de la crisis devastadora de 1929. El desempleo era masivo. Se había perdido la confianza en el sistema. Se buscaban soluciones a la desesperada. Nacionalismo, banderas, fervor patriótico. Y encima estaban ellos, incordiando. Esos judíos. Esos comunistas. O esos que huían del comunismo. Esos harapientos que solo podían traernos violencia y epidemias.
No cuesta nada comprender las cosas. Ni entonces, ni ahora. ¿Se ahogan en el Mediterráneo? La culpa es de ellos, por abandonar sus casas y sus países. La culpa es de las mafias. La culpa es de nadie: el mundo siempre ha sido así.
La ética está hecha de un material muy flexible.
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