Lo que aprendí viviendo
El concepto de ciudadanía es heredero directo de los derechos humanos, civiles, políticos y sociales
Debemos vivir de acuerdo con nuestros propios criterios, nuestros propios valores, nuestras propias convicciones acerca del bien y del mal, lo verdadero y lo falso, lo importante y lo trivial”, escribe Eleanor Roosevelt para explicar por qué se opuso a la ejecución en silla eléctrica de quien en aquel momento parecía culpable del secuestro y posterior asesinato del hijito del héroe estadounidense Charles Lindberg. No creía que se pudiera quitar una vida cuando de ello no se obtenía ningún bien. ¿Qué derecho tiene un grupo de seres humanos a quitar la vida a otro? Se preguntaba la mayor impulsora de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (DUDH) en 1948, ya en plena Guerra Fría, y mujer del gran presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt (Lo que aprendí viviendo; Lumen).
De esa declaración, aprobada en París, se acaban de cumplir 70 años. Casi dos décadas después, aquella fórmula —que no tenía vinculación jurídica— fue complementada por los derechos civiles y políticos de las personas, y los derechos económicos y sociales. El conjunto es considerado la Carta de los Derechos Humanos, que tuvo sus antecedentes en la Declaración de Virginia de 1776 y, sobre todo, en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa de 1789 (y poco después, en la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana).
La DUDH, uno de los cenits de la dignidad humana, acaba de ser conmemorada, al cumplir las siete primeras décadas de vida, con sus avances y sus limitaciones y violaciones. Es de esperar que el año que entra no se olvide atender con la atención que merece al concepto de ciudadanía, que es una continuación natural de los derechos humanos. En 1949, el profesor de Sociología de la London School of Economics T. H. Marshall pronunció en la Universidad de Cambridge una conferencia titulada Ciudadanía y clase social, en la que estableció el siguiente principio: un ciudadano no puede serlo si no es tríplemente ciudadano: civil, político y social. Si falla uno solo de estos tres elementos, la persona no puede ser considerada ciudadano. El elemento civil se compone de los derechos necesarios para la libertad individual (libertad de la persona, de expresión, de pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a establecer contratos válidos, y derecho a la justicia); las instituciones directamente relacionadas con los derechos civiles son los tribunales de justicia.
Por elemento político, Marshall entendía el derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad, o como elector de sus miembros; las instituciones correspondientes eran los Parlamentos y los Gobiernos locales (y autónomos). El elemento social aborda desde el derecho a la seguridad y a un mínimo bienestar económico hasta el de compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares predominantes en la sociedad. Sus instituciones son el sistema educativo y los servicios sociales.
Varias décadas después, en plena oleada conservadora, el gran economista Albert Hirschman analizó el asentamiento del progreso por etapas de la ciudadanía: el siglo XVIII fue testigo de las más importantes batallas por la institución de la ciudadanía que incorporaba los derechos del hombre que provenían de la revolución americana y de la Revolución Francesa; el siglo XIX fue el del derecho a participar del ejercicio del poder político, que dio grandes pasos conforme el voto se extendía a grupos cada vez mayores. Por último, el nacimiento del Estado de bienestar en el siglo XX extendió el concepto de ciudadanía hasta la esfera de los social y económico, reconociendo que unas condiciones mínimas de educación, salud, bienestar económico y seguridad social son fundamentales para la vida de un ser civilizado, así como para el ejercicio real de los atributos civiles y políticos de la ciudadanía.
Hirschman comenzó a atisbar, a principios de la década de los noventa del siglo pasado, cómo esos tres movimientos progresivos eran seguidos por movimientos ideológicos contrarios. Comenzaba la contrarrevolución, en cuyo corazón estamos.
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