Cerremos el círculo de la inclusión financiera
1.700 millones de personas carecen de una cuenta bancaria para gestionar cobros y pagos. El acceso a estos servicios reduce la pobreza y aumenta la educación, la igualdad de género, el emprendimiento y el crecimiento económico
No es uno de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030, pero está implícita en al menos ocho y, se podría decir, que casi es condición sine qua non para conseguirlos todos. Hablo de la inclusión financiera, o el acceso a los servicios financieros de los más pobres o desfavorecidos con el objetivo de que puedan mejorar sus vidas. Según el último informe Global Findex del Banco Mundial, en el mundo hay todavía 1.700 millones de personas que no tienen ni siquiera los servicios más básicos, como una cuenta bancaria, para gestionar cobros y pagos.
La inclusión financiera debe ser un objetivo compartido por todos, a la vista de los beneficios directos e indirectos que trae consigo. Está comprobado empíricamente que no solo reduce la pobreza, sino que aumenta la educación, la igualdad de género, el emprendimiento y el crecimiento económico, además de reducir la economía sumergida y la lacra de la corrupción. En definitiva, impulsa el desarrollo de las personas, los negocios y los países.
Es cierto que, en los últimos años, se ha avanzado mucho en la inclusión financiera en el mundo. El 69% de los adultos tiene ya cuenta bancaria, lo cual supone 18 puntos porcentuales más que en 2011. Pero la bancarización está muy polarizada, con una penetración del 94% en los países desarrollados frente al 63% de los que están en desarrollo. Reducir esta brecha es crítico para sacar de la extrema pobreza a los 700 millones de personas que todavía viven con menos de dos dólares al día.
Los efectos de la inclusión financiera son muy positivos en la economía y en la sociedad. Y llegan de forma bastante rápida una vez abierto el camino, según los múltiples ejemplos que recoge el Grupo Consultivo de Asistencia a los Pobres (CGAP, por sus siglas en inglés). En Nigeria, por ejemplo, los pagos digitales por móvil han reducido un 75% los desplazamientos al banco y los tiempos de espera, lo cual ha generado ahorros y más disponibilidad para otras tareas. En India, la apertura de oficinas bancarias en zonas rurales redujo entre 14 y 17 puntos porcentuales la pobreza. En México, nuevas oficinas en más de 800 centros comerciales de zonas rurales derivó en un aumento del 7% en los ingresos per cápita en esos lugares.
La bancarización está muy polarizada, con una penetración del 94% en los países desarrollados frente al 63% de los que están en desarrollo
Es también reseñable el caso de Colombia, que lidera el ranking del Microscopio Global de Inclusión Financiera 2018 elaborado por The Economist Intelligence Unit (EIU) con el apoyo de BID Invest y BID Lab. El informe analiza 55 países y cinco aspectos para identificar los países en un entorno más favorable para la inclusión financiera. Colombia, que desde 2007 figuraba entre los 10 primeros países del ranking, lleva dos años consecutivos a la cabeza. No es casualidad. Hace años que los sectores público y privado se tomaron muy en serio esta cuestión y trabajan conjuntamente para lograrlo. La inclusión financiera se incluyó a mediados de los 2000 como una prioridad en la agenda del gobierno, lo cual creó un entorno regulatorio favorable y flexible para proteger a los consumidores e incentivar la entrada de proveedores de servicios innovadores en el campo de las fintech. En 2014 se lanzó el Plan Estratégico 2015-2018 con objetivos concretos que, en algunos casos, incluso se han logrado antes de lo previsto.
Como señala la última edición del Microscopio Global, los próximos progresos en Colombia deben venir de la actuación en varios frentes. Es importante revisar –como de hecho ya se está debatiendo– la anacronía de aquel gravamen temporal que todavía hoy existe en las transacciones financieras, a la par que se toman medidas para reducir el uso del dinero en efectivo, aún en tasas elevadas. También hay que apuntalar la infraestructura de pagos para que se puedan conectar a ella diferentes plataformas y se extiendan los pagos digitales y otras fórmulas tecnológicamente más innovadoras que, como se está viendo en China y África, han generado un importante impulso a la inclusión financiera de los económicamente más desfavorecidos.
Solo una adaptación, personalización y simplificación de los productos y servicios permitirá cerrar el círculo todavía abierto de la inclusión financiera. Los micronegocios y las personas de menos recursos necesitan productos financieros fáciles de usar y adaptados a sus necesidades, que cumplan la función básica para la que han sido diseñados y que, por supuesto, no sean caros. Ése es el camino para avanzar de verdad, más allá de las estadísticas, en la inclusión financiera y, con ello, impulsar el progreso económico de América Latina y el Caribe.
Gema Sacristán es directora general de Negocio de BID Invest.
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