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Columna
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Un esqueleto en la ventana

La ciencia seguirá explorando la manera de alcanzar la inmortalidad, mientras es imposible concebir un mundo sin muerte

Cristina Manzano
Miembros de Cruz Roja atienden a un grupo de inmigrantes que llegó a Lanzarote en patera.
Miembros de Cruz Roja atienden a un grupo de inmigrantes que llegó a Lanzarote en patera.JAVIER FUENTES (EFE)

Con estupor contemplaron los vecinos de Madrid cómo de las ventanas de un céntrico edificio, todavía en obras, iban asomando esqueletos y calaveras. Nada que temer. Era la forma de engalanar la nueva y flamante Casa de México en la capital española. Nadie como los mexicanos recuerdan a sus muertos en días como ayer, y como hoy, con semejante fiesta de color y de humor.

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Aunque puede que les quede poco. La ciencia está ya preparada para frenar el envejecimiento y guiarnos hacia la inmortalidad, según los autores del ensayo La muerte de la muerte. ¡Si Dorian Gray levantara la cabeza! Es difícil calcular las consecuencias de tal ¿logro?, teniendo en cuenta los enormes desafíos actuales para la sostenibilidad del planeta. Pero mientras numerosos expertos tachan de pseudociencia y charlatanería dicha teoría, la polémica dialéctica está servida.

Un paso más lo dan los defensores del transhumanismo: la humanidad, tal como la conocemos, estaría en vías de extinción; nuestro cerebro se beneficiaría de la inteligencia artificial; nuestros cuerpos se fundirían con las computadoras; la tecnología nos llevaría a estadios de superinteligencia y superlongevidad… sería una dimensión del ser ¿humano? completamente diferente de la que hemos conocido hasta ahora.

Futuribles aparte, es cierto que, en general, cada vez vivimos más y mejor (desde el punto de vista de la salud) que nunca en la historia. Pero sigue habiendo una serie de tozudas realidades que se empeñan en recordarnos lo muy mortales que somos.

En la última década, por ejemplo, el número de muertes por ataques terroristas ha aumentado, según el Índice de Terrorismo Global 2017, con un dramático pico en 2014 hasta las más de 30.000, que coincidió con la irrupción de Daesh (Estado Islámico). También lo ha hecho el número de víctimas mortales por desastres naturales. Aunque la media anual oscila entre 10.000 y 20.000, 2010 fue un año especialmente mortífero, con un número inusual de terremotos —el peor de los cuales fue sin duda el de Haití, con más de 200.000 fallecidos—, severas inundaciones en Asia y una durísima ola de calor en toda Europa, desde Rusia hasta Portugal. Está claro que no son fenómenos aislados ni exóticos: ahí tenemos lo que acaba de ocurrir en Baleares, en Francia o en Italia, sin ir más lejos.

También se ha incrementado drásticamente la mortalidad en el Mediterráneo entre los que aspiran a llegar a Europa: nada menos que un fallecido por cada 18 personas que lo han intentado en el último año, una cifra abrumadora y vergonzante.

La ciencia seguirá explorando la manera de alcanzar la inmortalidad, pero mientras mantengamos nuestra condición de seres humanos —otra cosa es lo que podamos llegar a ser, tecnología mediante— es imposible concebir un mundo sin muerte.

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