¿Fin de la democracia como equilibrio?
Es muy posible que nuestras democracias no acaben colapsando por completo, pero ese no es un gran consuelo


En su último libro (Why Bother with Elections?), el politólogo Adam Przeworski recuerda que el principal logro de la democracia electoral no es la satisfacción permanente de nuestros deseos o la consecución de la igualdad económica, sino el de ser un mecanismo ingenioso y pacífico para procesar los conflictos que inevitablemente existen en todas las sociedades. El genio de la democracia consiste en que no hay ni ganadores ni perdedores permanentes: los derrotados hoy toleran que otros impongan sus políticas preferidas porque confían en que en algún momento ellos podrán imponer las suyas. Y, a su vez, los ganadores se abstienen de subvertir las reglas básicas de la democracia (en esencia, que las elecciones sean libres y competidas) porque confían en que cuando pierdan las elecciones podrán ejercer de oposición y volver a conquistar el poder. Así entendida, la democracia es un virtuoso equilibrio.
Ahora vemos que ese equilibrio es quizá más precario de lo que pensábamos. Y es que la aceptación de las reglas del juego por ganadores y perdedores depende de una serie de condiciones. Primero, que el coste de una resolución no pacífica de los conflictos sea muy alto para todos. Eso seguramente explica por qué la democracia resiste mejor en los países ricos que en los pobres. Segundo, que los conflictos de intereses no sean demasiado agudos. Si las políticas preferidas por los ganadores están en las antípodas de las de los perdedores, las derrotas, aunque sean temporales, serán difíciles de tolerar. Por eso, las sociedades muy desiguales conviven mal con la democracia. Y tercero, los conflictos tienen que ser articulados por organizaciones políticas con capacidad de pensar en el largo plazo y de convencer a sus miembros de la necesidad de aceptar derrotas transitorias.
Mi sensación es que las transformaciones económicas y políticas recientes están haciendo más difícil que se den las dos últimas condiciones. La consecuencia es que la estabilidad de nuestros sistemas políticos descansa cada vez más en el que los costes de la confrontación abierta siguen siendo demasiado grandes. Es muy posible que gracias a ello nuestras democracias no acaben colapsando por completo, pero ese no es un gran consuelo. Si se vuelven incapaces de canalizar políticamente los conflictos, se transformarán en regímenes muy diferentes a los que hemos conocido.@jfalbertos
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