Rugby para reinsertar a los presos más violentos
Un pabellón de una cárcel bonaerense llena de reclusos violentos. Un abogado de clase acomodada aficionado al rugby. Una visita casual. Hace nueve años, el equipo que surgió en ese penal se ha convertido en un modelo de convivencia y de reinserción. Hoy ese deporte articula la vida de 1.400 presos en 43 prisiones argentinas
EDUARDO ODERIGO tenía una vida. Hasta 2009 esa vida era esta: despertar en su casa de barrio cerrado en San Fernando —una localidad en el elegante corredor norte del conurbano, en las afueras de la ciudad de Buenos Aires—; desayunar con sus hijos y su mujer, Magdalena Moreno Vivot; subir a su flamante camioneta Hyundai H-1 con capacidad para nueve personas y emprender el viaje de 40 minutos hasta el centro de la capital argentina. Entrar a un edificio de principios del siglo XX, llegar al estudio jurídico fundado por su abuelo en 1960, ejercer su profesión de abogado penalista hasta las seis de la tarde, regresar, acompañar a sus hijas a jugar al hockey; jugar él mismo al rugby en el San Isidro Club (SIC), uno de los más tradicionales del país; ir a misa a la catedral de San Isidro los fines de semana. Desde las 9.30 de un martes de marzo de 2009 esa vida dejó de existir.
La cancha es puro pasto sintético, verde de intensidad química. El alambre que la rodea tiene más de dos metros y termina en rollos rígidos erizados de púas. En uno de los extremos hay una parrilla para hacer asados bajo un techo a dos aguas. A un lado, un inodoro a cielo abierto rodeado por una pared baja que llega a la cintura, sin puerta ni techo: aquí no se permite la privacidad. Alrededor, muros de siete metros interrumpidos por torretas desde las que observan guardias con armas largas. Uno de los muros está pintado de amarillo y en letras negras se lee: ESPARTANOS. En la cancha, equipados con protectores bucales y cascos, más de 100 hombres se arrojan unos contra otros en embestidas de técnica controlada. Tienen un promedio de 25 años. Sus condenas rara vez bajan de siete.
El índice de reincidencia delictiva es del 67% en Argentina. Pero en el equipo de rugby del penal es solo del 5%
El complejo penitenciario de San Martín, en la localidad de José León Suárez, partido de San Martín, a 45 minutos del centro de Buenos Aires, está rodeado por un basural de 500 hectáreas y formado por tres unidades penitenciarias: la 46, la 47 y la 48. La 48, de máxima seguridad, fue construida para 480 internos, pero su población es de 866. Allí se pueden hacer talleres de teatro, música, dibujo, colegio primario y secundario, y las carreras de Sociología y Trabajo Social dictadas por la Universidad Nacional de San Martín, todas actividades usuales en prisiones argentinas que se realizan, en parte, con el fin de otorgar herramientas para el momento de la libertad. Así y todo, el índice de reincidencia es, en todo el país, del 67%: de 100 internos que recuperan la libertad, 67 regresan a la cárcel por haber cometido otro delito. Pero en marzo de 2009 un hombre llegó a este penal y redujo esos índices de manera drástica, enseñando a los presos más violentos uno de los deportes más agresivos —y elitistas— del mundo: el rugby. Por amor al prójimo, pero también en defensa propia.
Suéter beis, camisa clara, pantalones de vestir. El pelo corto refulgente y blanco. Eduardo Coco Oderigo tiene 47 años. No es alto ni excesivamente musculoso. Está sentado a la mesa de una sala de juntas en el estudio de abogacía que fundó su abuelo Mario, abogado y juez prestigioso, y que ahora está a cargo de su padre. Es un lunes de julio y repite la historia que ha contado tantas veces. Empieza, como siempre, por la frase:
—Yo tenía un amigo que quería conocer una cárcel.
No es un rugbier talentoso. A los 19 estuvo a punto de entrar en la primera división del SIC, pero empezó a jugar mal y ese puesto quedó cada vez más lejos. Su amigo José Cilley, en cambio, era un gran jugador, afecto a las crónicas policiales, y quería conocer una cárcel. De modo que le pidió a Oderigo que lo llevara. Un día de marzo de 2009 Oderigo se cansó de la insistencia y lo llevó al complejo penitenciario de San Martín, sólo porque quedaba cerca de su casa. Se presentó en la guardia, dijo que había sido secretario de juzgado —lo cual era verdad— y que quería conocer. Los recibió el director. Ese fue el principio del fin de su vida tal como la conocía.
—Nos llevó al penal 47. Vi caras complicadas. Pensé: “Hay que hacer algo, porque esta gente sale y te mata”. Una semana después, un viernes, salí del estudio para volver a mi casa, pero doblé a la izquierda. En todo sentido. Me fui a la cárcel del fondo.
La del fondo era la unidad 48, alta seguridad, pabellones espeluznantes. Tenía un motivo para ir allí: el canto de sirena de una cancha que el director había mencionado en la primera visita. Se la mostraron. Vio un descampado pedregoso, una superficie ajada como una espalda deforme. Sin pensarlo, dijo: “Quiero enseñarles a los presos a jugar al rugby”. El director dijo: “Ni se le ocurra. A esta gente no se le puede enseñar un deporte violento”.
—Le dije que el rugby no era lo que él pensaba, que tiene muchos valores, la solidaridad, el respeto. Me preguntó: “¿Cuándo venís?”. Le dije: “El martes a las 9.30”.
Pasó el fin de semana. El lunes, al revisar la agenda, Oderigo vio la anotación: martes, rugby, penal.
—Llamé a este amigo con el que había ido la primera vez, a ver si me acompañaba. Y me dijo: “Ni en pedo. ¿Por qué no llamás al Longa?”. Y llamé al Longa, Santiago Artese, otro compañero del SIC. Y me dijo: “Vamos”.
El martes a las nueve de la mañana estaban en el penal. El director, que no había creído que Oderigo cumpliera su palabra, puso trabas, pero, finalmente, los llevó a la cancha. Les dijo que estaban los presos del pabellón evangélico, de muy buena conducta, y todo lo demás, que era el infierno. En especial el pabellón 12, poblado por criminales conducidos por un tipo llamado el Gordis.
—Le dije: “Tráeme a los evangélicos”. Se fue a buscarlos. En la cancha había dos presos. Nos dijeron que iban a buscar a otros y volvieron con nueve. Y vuelve el director con un evangélico. Cuando ve a estos otros me dice: “Son los peores del pabellón 12. No puedo responder por esta gente”. Se fue y se llevó a los guardias. Miro a los presos y les digo: “Vayan corriendo y vuelvan”. Nada. Entonces empecé a los gritos: “¡Todos corriendo para allá y vuelvan!”.
Quizá desorientados por ese hombre que se atrevía a darles órdenes, corrieron. Después, Oderigo les enseñó a taclear, un movimiento que consiste, básicamente, en derribar con el cuerpo a un jugador del equipo contrario.
—Les encantó. Cuando terminamos, las caras eran otras. Nos preguntaron si íbamos a volver. Yo no estaba pensando. Les dije: “Todos los martes”.
El martes siguiente, Oderigo y Artese volvieron. En la cancha no había 10 presos sino 24, todos del pabellón 12. Antes de empezar, uno de ellos dijo que veía siempre la película 300, que cuenta la batalla de las Termópilas en la que diversos pueblos de Grecia se unen para rechazar la invasión persa, entre ellos un grupo de 300 espartanos. “El equipo se tiene que llamar Espartanos”, dijo el hombre, que era el Gordis, 16 años de condena por matar a un policía, experto en robo de camiones blindados. A todos les pareció bien. Desde entonces, Oderigo fue al penal 48 a enseñar rugby cada martes. Durante 2009 lo acompañó Santiago Artese, en 2010 Benjamín Renard, en 2011 Diego Claisse, en 2012 José Barbaccia, amigos y conocidos del SIC, abogados algunos, rugbiers todos, que al cabo de un tiempo renunciaban. El único que seguía era Oderigo, con 20 internos que vivían en pabellones arrasados por drogas, muertos y falta de comida.
—Cuando supieron que era abogado, empezaron: “¿No te podés ocupar de mi causa?”. Les empecé a decir: “No quiero que te vayas ni un solo día antes. Acá soy entrenador, no soy abogado”. Mis amigos me decían: “Estás loco, te van a matar”. Pero los tipos volvían.
En 2013 Oderigo organizó un partido contra jueces y fiscales. Algunos habían condenado a prisión a los espartanos
En 2011 pidió permiso para salir con 20 presos a jugar en clubes contra equipos profesionales. Se lo dieron y organizó un partido contra la Policía Metropolitana. Desde entonces, cada tres meses, 20 espartanos salieron a jugar fuera del penal. En 2012 consiguió que el Servicio Penitenciario cediera un pabellón sólo para quienes entrenaban: el número 8, un edificio desmantelado. Treinta internos se mudaron a la desastrosa tierra prometida donde un preso apodado El Diente armó reglas precarias: “No se puede pelear, no se pueden tener armas punzantes, vale drogarse pero en la celda y sin molestar a nadie”. En 2013, Oderigo organizó un partido contra jueces y fiscales, entre los cuales varios habían condenado a prisión a los espartanos.
—Todo era muy mal visto. Mis amigos me decían: “Que se pudran, estos tipos te ven afuera y te matan”. Y yo les decía: “Ya sé. Y para que no te maten hago esto”.
Oderigo vivió su infancia en Martínez, una localidad en las afueras de la ciudad de Buenos Aires donde habitan muchas familias cuyo árbol genealógico se hunde en los inicios del país. Estudió abogacía mientras trabajaba como meritorio en los tribunales, sin sueldo y porque la idea de llegar a ser juez lo entusiasmaba. A los 22 conoció a Male: Magdalena Moreno Vivot. Se casaron poco después. Ella, que tenía siete hermanos, quería siete hijos. A él le pareció sensacional. Se mudaron a un departamento prestado de 28 metros. Allí nació Walo. Siguieron Ángeles, Felicitas, los mellizos Javier y Rafael. Para 2001, Oderigo había construido una casa enorme, donde vivía, y era secretario de juzgado.
—El siguiente paso era postularse para ser juez. Pero tenés que tener un contacto político. El presidente era De la Rúa. Papá lo conoce desde chico. Y hacer 15 años de carrera para terminar llamando al amigo de papá… No. Así que en 2003 renuncié y empecé a trabajar en el estudio.
Los hijos, mientras, llegaron hasta el número de ocho: Benjamín, Juanita, Pedro. Y Ramón, que murió.
—Tuvimos nueve. Ochos hijos vivos y un hijo muerto, santo.
Muchas historias de su vida parecen patrocinadas por una entidad misteriosa que enseña con sacrificio y dolor. Ramón y Benjamín eran gemelos, pero durante el embarazo se detectó que Ramón no producía líquido amniótico y les anticiparon que iba a morir. El otro gemelo empezó a generar líquido de manera descomunal, al coste de una actividad cardiaca que amenazaba con aniquilarlo. Ambos nacieron vivos a los siete meses y medio, Ramón muy grave. Oderigo lo bautizó siguiendo las instrucciones que un cura le pasó por teléfono.
—Y al día siguiente murió. La alegría de tener ocho hijos y un santo… es mucho.
—Sos muy creyente.
—No sé si “muy”. La gente ve un tipo de pelo cortito, jugador de rugby, mujer, ocho hijos, que va a misa los domingos, y piensa: “Este debe ser de los nuestros. ¿Querés venir?”. ¡No! No quiero ir a ningún lado con vos.
De todas maneras, reza a diario; su mujer les lee la Biblia a todos antes de dormir, y en los Espartanos cunde un folclore de intercesiones milagrosas. El 9 de enero de 2013 Oderigo dormía cuando, a las tres de la madrugada, sonó el teléfono: era su cuñada para contarle que había soñado que la Virgen le anunciaba: “Decile a Coco que lo estoy esperando”. El colgó indignado. Poco después, el padre de unos compañeros de colegio de sus hijos le propuso ir a rezar con los presos. Él dijo: “Dale”.
—Empezaron a pedir cosas que empezaron a concederse. Y empezaron a venir personas de la calle a rezar con ellos. Uno de los que venían fue a ver al Papa, y le habló de los Espartanos. El Papa le dijo: “Les quiero mandar un mensaje. Hay un canto de los que suben la montaña que dice que ‘en el arte de ascender lo importante no es no caer, sino no permanecer caído”. Ese mensaje fue el 9 de enero de 2014. Un año exacto desde el sueño de mi cuñada. Después de eso, Espartanos explotó.
En 2015 el número de jugadores pasó de 20 a más de 50. En 2016 el proyecto llegó a 20 penales del interior del país. En 2017, a 43. Hoy hay 1.400 jugadores y 250 voluntarios en Argentina. En el penal 48, los espartanos son 230; los voluntarios que los entrenan, 20; y 80 personas llegan para participar del rezo de los viernes. Este año consiguieron dos pabellones más —el 10 y el 12— y los mismos internos decidieron que allí no se admiten drogas, ni peleas, ni armas punzantes. En 2014, al rugby y los rezos se sumó el empleo. Uno de los voluntarios le dijo a Oderigo: “¿Cuándo sale Fulano? Yo lo llevaría a trabajar a mi compañía”. Y Oderigo dijo lo que dice siempre: “Dale”.
—Hoy hay casi 80 espartanos trabajando en 50 empresas, y se generaron más de 100 puestos de trabajo. ¿Sabés cuántos juicios laborales hay? Cero. Ninguno.
Oderigo va a la cárcel a entrenar a los presos cada martes, participa del rezo de los viernes, viaja una vez por semana a algún penal del interior (convocado por voluntarios que quieren implementar allí el proyecto) y a países como Chile, Uruguay, Italia y España (donde, desde los primeros meses de este año, el programa Espartanos empezó a implementarse en el penal de El Dueso, en Santoña). Trabajando como abogado había conseguido cosas: mantener a ocho hijos, enviarlos a un gran colegio, mudarse a un barrio cerrado. Desde hace dos años todas esas cosas están en peligro.
—Le dedico el 80% de mi tiempo a Espartanos. Los clientes llaman cada vez menos. Tenía ahorros, pero gasté mucho más de lo que entraba. El año pasado dije: “Tengo que cambiar a los chicos de colegio. Mudarme a un departamento”. Me empezaron a llamar para dar charlas en empresas y me querían pagar. Yo decía: “¿Cobrar? Ni loco”. Después me llamaron del Gobierno. Me ofrecieron ser procurador penitenciario federal con un sueldo altísimo, 400 empleados a cargo. Pero no me gustaba. Dije que no. Me dijeron: “Hacé una fundación”. Y yo dije “no”, porque había visto que mucha gente hace fundaciones por la plata. Al final, Male me convenció. Hicimos la fundación, que me paga el colegio de los chicos y la medicina prepaga. Con eso, más algo del estudio, llego a fin de mes.
Oderigo es abogado y procede de una acomodada familia de juristas. Tiene ocho hijos y todos los martes va a entrenar al equipo
Cuando los espartanos salen de la cárcel, la fundación les consigue tareas simples como cortar el pasto o lavar autos. Si cumplen con esos trabajos-filtro, los derivan a empresas como la petrolera YPF, la cadena de comida Subway, la distribuidora de indumentaria deportiva Das. Al principio, las empresas eran de amigos de Oderigo, pero ahora 50 compañías dan trabajo a exespartanos. Según datos de la fundación, de 95 que salieron en libertad en 2016, sólo 7 volvieron a la cárcel. Eso significa que el programa tiene apenas un 5% de reincidencia. Por ese número Oderigo está dispuesto a darlo todo.
El camino que bordea la autopista y lleva al complejo penitenciario de San Martín es de tierra. En días de lluvia la mezcla de barro y pozos debe de ser impresionante. Pero hoy hay sol.
—¿Hacia dónde se dirige? —pregunta un guardia.
—Me invitó Coco. Voy a rugby.
Entrar en un penal de máxima seguridad es difícil, pero el nombre de Oderigo abre las puertas. Es martes, 9.30. El guardia camina hasta una puerta de metal, golpea, la puerta se desliza con un quejido torvo. Al otro lado, el cielo abierto, los alambres altísimos, la cancha. Más de 100 hombres se arrojan sobre un balón como si fuera una ojiva cuyo estallido hubiera que impedir. En el centro, Oderigo arenga con severidad y entusiasmo:
—¡Más cintura, más cintura!
Gabriel Márquez apenas pasa de los 20 años, está detenido por robo con intento de homicidio y habla con una percusión acelerada sobre la que desliza un discurso que detiene, sorprendido, ante alguna pregunta fuera de guion. Entonces mira como queriendo entender dónde está el truco, pero después sonríe y se le dibuja un hoyuelo infantil.
—Cuando salga, me voy a levantar para llevarle el pan a mi hija. Jamás voy a volver a esto. Es horrible. Aunque hemos hecho cosas increíbles. Jugamos contra los jueces y los fiscales, porque el rugby tiene ese ambiente de gente importante, ¿no? Los pobres no juegan al rugby. ¿O no? —dice, y se queda mirando la cancha como si estuviera encandilado.
Son varios los que cuentan el mito del Colo: lo cuentan Oderigo, la mujer de Oderigo, el padre de Oderigo. Ese mito dice que el Colo trabaja en la misma gasolinera de YPF que robó antes de caer preso.
—No —dice el Colo—. Pero a ocho cuadras hay una que sí robé. Me regustaba robar estaciones, supermercados. Porque la plata es de los empresarios y mi manera de pensar era que yo no perjudicaba a nadie.
El Colo se llama Matías Nuesch Lanchi. Pasó siete años en la cárcel y llegó a las celdas de confinamiento de la unidad 48 en 2013 por haber herido —siete puñaladas en el estómago— a otro interno. Brilló en la primera de Espartanos durante años. Se tatuó en la base del cuello dos frases: “Lo importante no es no caer, sino no permanecer caídos” y “Gracias, Coco”. Salió en enero de 2017 y llegó a tener tres trabajos hasta quedarse sólo con el de YPF, donde maneja grandes cantidades de dinero como encargado. Tiene tres hijos y vive con dos, que lo ayudan a construir su casa en un lote que está pagando. Cuando todavía entrenaba en Espartanos, se quebró tibia, peroné y le quedó la pierna cinco centímetros más corta. Jorge Mendizábal consiguió la prótesis que hubo que ponerle para que pudiera caminar.
—El Colo es un hijo para mí.
Jorge Mendizábal es el dueño en Argentina de la franquicia de Subway. Cinco locales propios, 200 franquiciados. Llegó a Espartanos hace cuatro años en medio de una crisis familiar.
—Quisieron secuestrar a mi mujer y a mis hijos. No pudieron, pero me dejaron un desastre. Mi hija veía ladrones a cada rato. Mi mujer tenía ataques de pánico. Yo estaba envenenado. Un día me encontré a Coco y me dijo que fuera a entrenar. Mi mujer me dijo: “Vas a ayudar a esos tipos que nos quisieron secuestrar, hay que matarlos a todos”. Y yo le decía: “Si vos supieras la historia de estos pibes”. Yo estoy convencido de que esto no es mérito ni de Coco ni de nadie. Hay alguien arriba que va guiando. Yo empleé a unos 15 espartanos. Tuve gente que ha sido gerente de local, que manejaba plata.
Mendizábal tiene sus propias sincronías santas. El 8 de diciembre de 2016, Día de la Virgen, la Fundación Espartanos decidió que había que transformar la cancha de tierra en una de pasto sintético. Dice que se lo pidieron a la Virgen en el rezo del viernes. Una semana después los llamó una mujer de la Fundación Banco Provincia diciendo que tenían que donar 750.000 pesos (unos 16.200 euros) a algún proyecto porque, si no, se perdía el presupuesto. Era el monto de la mitad de la cancha.
—Terminamos en 2017 con los guardias y los presos pintando la cancha. Hay que tener cuidado cuando en una cárcel le pedís algo a la Virgen, porque lo cumple con creces.
—Gracias a Esparta estoy vivo. Pero yo tenía que estar muerto.
Emiliano Garrido trabaja desde hace dos años y medio en el club Santa Bárbara. Consiguió el empleo una semana después de salir del penal por contactos de Oderigo. Lo que lo llevó a la cárcel durante cinco años —robo calificado con lesiones graves— fue que entró a robar la casa del intendente de San Isidro, en las afueras de la capital. Cuando llegó a la 48 lo mandaron a limpiar el espacio en el que los presos arrojan la basura.
—Les decimos los pulmones. Estaba todo lleno de gusanos. Y me vio Coco. Dijo: “¿Querés entrenar? A partir de ahora, sos un espartano. Nadie va a tirar la mugre acá”. Así que conseguimos abono, semilla, y donde había mugre pusimos plantas de tomate.
Pero, al acercarse el momento de la libertad, Garrido no se puso contento: cuando saliera iba a tener que matar a un tipo.
“Yo pensaba que ellos nos robaban a los pobres, pero ¿quién me iba a dar una oportunidad? ¿El Gobierno, la juez?”
—Yo le había robado. O lo mataba yo a él, o me mataba a mí. Cuando me faltaban dos meses para salir me avisaron que lo habían matado. Me puse recontento. Salí, me casé, tengo cuatro hijos. A este club vienen un montón de famosos, jugadores de fútbol. Cuando robaba, me cagaba de risa. Decía: “Estos oligarcas de mierda, les rompo la cabeza”. Ahora digo: “Mirá esta gente, todas las horas que laburan”. Yo pensaba que ellos nos robaban a los pobres, pero ¿quién me iba a dar una oportunidad? ¿El Gobierno, la juez, la Iglesia? Me la dieron Coco y su gente. Ahora estoy en el parque, después limpio los baños y me voy a mi casa. Y si Dios quiere, cuando mi hija cumpla 15 le hago una fiesta en un barco.
Es viernes, diez y media de la mañana, y dos chicas jóvenes, un hombre con una guitarra y una mujer con poncho de lana cruda esperan en la puerta del penal. Aún no se puede entrar porque hubo un enfrentamiento en los pabellones. Sin embargo, nadie parece preocupado. Después de un rato, el guardia se acerca.
—Ya pueden pasar.
Al otro lado de la puerta está Gabriel Márquez con una sonrisa descomunal.
-Hola, cómo están. Coco me dijo que los lleve a los pabellones.
Camina por los pasillos y se detiene frente a una puerta cerrada sobre la que se ve el número 8.
—¡¡¡Encargado del ochooooo!!! —grita, y un guardia aparece de inmediato y abre la puerta.
El lugar está tibio, con las hornallas de una cocina encendidas, las paredes cubiertas por dibujos de jugadores de rugby con rostros aguerridos. En el patio, un amplio círculo de presos rodea una mesa. Sobre ella, la figura de yeso de la Virgen del Rugby. Detrás, un hombre habla a ritmo acelerado, forzando nexos entre cosas que no parecen tenerlo.
—Yo le quiero pedir a Dios, le quiero pedir a la Virgen del Rugby. Yo hace 25 años que no tengo a mi papá. Yo no lo quiero perdonar. Los momentos que estoy pasando ahora nadie los sabe. No quiero agarrar un arma y volver a robar. Prefiero ir a trabajar. Pero qué se le va a hacer, queda en manos de Dios.
Gabriel Márquez dice, por lo bajo:
—Es un exespartano que está en libertad. El sobrino lastimó a una persona y salió herido de un enfrentamiento. Está pasando por un momento difícil. ¿Vamos al otro pabellón?
En el pabellón 12, en el pasillo en el que están las celdas, uno de los internos lee maquinalmente las normas de convivencia de los Espartanos a dos chicas que están de visita:
—Respeto mutuo, entrenamiento de rugby semanal, no ingerir pastillas, que es droga, y cero faca, que son elementos punzantes. Acá tenemos los 16 valores del rugby —dice, señalando carteles sobre cada una de las celdas—. Obediencia: hacer lo que el otro manda…
El patio está sumido en un silencio pueblerino. Los internos y los visitantes están de pie, tomados por la cintura y con la cabeza gacha, en lo que parece un gigantesco acto de contrición. Una mujer con gafas de sol colocadas sobre el pelo dice:
—Me llamo Ofelia. Me hace muchísimo bien venir y estar con ustedes. Me voy con una paz enorme.
Todos dicen: “Amén”. Después rezan en loop el padrenuestro y el avemaría.
Un martes de entrenamiento, Oderigo llega trotando desde la cancha y señala una pequeña construcción en la que guardan los botines:
—Vení que te presento a Jesús.
Jesús está tomando mate. Ahora no entrena, pero pasó años jugando entre los mejores de Espartanos.
—Vine porque está mi hermano Cristian. Llegó hace poco, está en el pabellón 12. Yo estoy en el 11 —dice, entrecerrando los ojos con dramática resignación—. No es de Espartanos. Son todos perros salvajes ahí.
Jesús es la falla del sistema. Y Esparta es dura con sus hijos díscolos. En 2016, Oderigo se impuso llevar a los Espartanos a ver al Papa. Formaron una comitiva de 10 espartanos en libertad y 20 personas más, entre ellos empresarios, un juez y el jefe y el subjefe del penal. En octubre de 2016 partieron hacia Roma llevando, de regalo, una imagen de la Virgen del Rugby.
—Elegimos a un espartano para que se la diera al Papa —dice Oderigo—. Y Jesús fue…
—… el elegido para darle la Virgen —dice Jesús, con la mirada baja.
Después de haber estado siete años preso, de formar parte de Espartanos, de haber salido en libertad, de haber visitado al Papa, de haber pasado meses trabajando en el club Santa Bárbara, una noche Jesús le robó un celular a un barrendero. Lo agarraron cien metros más adelante. Ahora va a pasar tres años en un pabellón aterrador.
—Yo vengo preso desde los 13 años. Tengo un papá adicto a la cocaína, una mamá alcohólica. Mi abuela me sacaba a pedir limosna y yo me moría de vergüenza, porque íbamos cerca de mi colegio y me veían mis compañeritos. Después empecé a robar la caja de los locales donde iba a pedir. Y después me compré un 22 y empecé a robar con arma. Hay cosas que hoy decís: “No las hago”, mañana decís: “No sé” y en una semana decís: “Bueno, dale”.
—¿Y vos a qué le dirías: “Eso no lo hago”?
—No violaría. No mataría si no me quisieran matar. Un poco de violencia se ejerce siempre. Agarrás al hijo de una persona y decís: “Dame todo o te chumbo al pendejo, te lo reviento”. Es todo psicológico. Pero a veces es mejor que te metan un cañazo en la cabeza a que te agarren a tu hijo y le metan un fierro adentro de la boca. ¿Vos que preferirías?
Después, como si se hubiera dado cuenta de algo, dice:
—Y hoy me pongo como límite que no quiero delinquir más.
Hace años, la primera vez que Jesús vio a Oderigo en la cancha, pensó: “Este viene a investigarnos”.
Lo que se acerca es una cicatriz. Tajos desde el bíceps hasta la muñeca. Cuarenta y tres puñaladas en el abdomen
—Pero me señaló a un gordo y me dijo: “Andá y tiralo. Vos podés”. Fui corriendo y me tiré contra el gordo. Y se cayó. A mí, que todo el tiempo me habían dicho “lacra inmunda”, vino Coco y me dijo que podía hacer algo. Yo era arcilla y el tipo me iba moldeando. Yo no sabía hacer una mierda, y aprendí un deporte que es para ricos. Y me hizo ver que no todos los que tienen mucha plata son malas personas. Yo tengo fe en que Coco lo va a sacar adelante a mi hermano.
Cristian, su hermano, es uno de los presos más violentos de la provincia. Pasó por muchos penales, siempre en celdas de confinamiento solitario. Hasta que los Espartanos dijeron: “Es hermano de un hermano. Que lo traigan acá”.
—¿Te llevás bien con Cristian?
—No, nos llevamos como el culo. Es ese que está ahí. ¡Cristian!
Lo que se acerca es una cicatriz. Tajos desde el bíceps hasta la muñeca. La marca de un intento de degüello en la garganta. Cuarenta y tres puñaladas en el abdomen. Los músculos son planchas de acero bajo la piel correosa.
—Los cortes me los hice cuando estuve detenido en institutos de menores, de los 16 a los 18 —dice Cristian—. A lo mejor esto es una oportunidad. O un matatiempo. Cuánta gente hay que tiene todo y no se conforma.
—¿Qué te conformaría a vos, qué quisieras tener?
—¿Que quisiera tener? —pregunta, desorientado, como si no hubiera entendido—. No sé —dice, mirando a su hermano—. No tengo familia, no tengo hijos. Tengo 30 años y soy solo.
—Un trabajo —lo ayuda Jesús.
—Un trabajo —dice Cristian—. Y el día de mañana salís y podés ayudar a otros.
—La clave es la disciplina —dice Jesús.
—Claro —dice Cristian, la sonrisa una mueca licuada.
Junto a la cancha hay una construcción que pasa casi inadvertida. No tiene ventanas sino ranuras delgadas casi a la altura del techo. Allí funcionan las celdas de confinamiento solitario donde los presos permanecen castigados durante semanas. Sin mantas, sin luz, casi sin comida. La construcción está pintada de rosa claro, de inocente verde pastel.
Pasión por la Virgen del Rugby
LARRIVIÈRE-SAINT-SAVIN representa la fiel pasión al rugby en el sur de Francia, meritorio rival del fútbol como deporte hegemónico y fuente inagotable de jugadores. Allí fue trasladado en 1956 el párroco Michel Devert, cuya circunstancia personal se transformó en símbolo mundial. Tenía buena relación con la Federación Francesa de Rugby de aquella época, un deporte todavía a décadas de asomarse al profesionalismo, y cuando descubrió una capilla en ruinas que tardó una década en rehabilitar, ya tenía un objetivo. Así surgió la capilla de Notre Dame du Rugby (Nuestra Señora del Rugby), el origen de un culto que ha llegado a Argentina como la Virgen del Rugby con un mensaje que mezcla la devoción con el bien común, aprovechando un deporte que prima lo colectivo.
La capilla se transformó en santuario y sus cuatro vitrales muestran los símbolos de la Virgen y Jesús junto a jugadas representativas del rugby como la melé o scrum, que representa el agrupamiento de los ocho delanteros de cada equipo, o el saque de touch o line, un envío desde la banda hacia una plataforma que forman varios compañeros para alcanzar el balón.
En el transcurso de su viaje por Francia, el sacerdote argentino Jorge Murias visitó la capilla y propuso a la imagen como patrona del Movimiento Cristiano para Gente de Rugby. La idea llegó a Carlos Uranga, que trabajó con Los Pumas —la selección argentina— como traductor de francés. Hizo un encargo a una empresa fabricante de estatuas y empezó a regalarlas por diferentes clubes del país.
Una de las plegarias dice así: “Quédate al lado nuestro para sostener nuestras fuerzas y nuestras voluntades tendidas hacia la victoria. Pero también, quédate con nosotros, en el terrible scrum [melé] de la existencia, para que salgamos vencedores del gran juego de la vida, dando el ejemplo, como en la cancha, de coraje, de ganas, de espíritu de equipo, en una palabra, de un ideal a imagen del tuyo”.
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