Los años de plomo
Pasados los primeros días de octubre de 1968 ya estaba clara la derrota política de los revoltosos
A mediados del otoño, en 1968 los rescoldos del año revolucionario eran abundantes. Pasados los primeros días de octubre ya estaba clara la derrota política de los revoltosos, más allá de las conquistas culturales y civilizatorias que perdurarían a lo largo del tiempo. En Francia, De Gaulle había decretado la ilegalización de los grupos de extrema izquierda, los trabajadores habían vuelto a sus fábricas, los universitarios apenas se recuperaban de las largas vacaciones de verano, y la derecha había ganado las elecciones legislativas convocadas con urgencia. Checoslovaquia había dejado de ser el laboratorio del “socialismo de rostro humano”, con la invasión de los tanques del Pacto de Varsovia, abortándose la capacidad de contagio a otros países vecinos. En México, la enorme censura del Gobierno de Díaz Ordaz, “el hocicón”, no pudo evitar que pronto se conociese la ignominiosa matanza de centenares de estudiantes en la plaza de las Tres Culturas, a manos de la policía y el ejército.
El mundo entraba en una nueva década, la de los años setenta. Fin del periodo de progreso lineal y crecimiento desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El planeta se aproximaba a las dos crisis del petróleo (1973 y 1979) y a ese fenómeno nuevo de estancamiento con subida de precios para el que no se poseían respuestas quirúrgicas. En una suerte de espejo cóncavo de lo anterior, en los setenta comenzó a primar lo individual sobre lo colectivo, lo privado respecto a lo público, el ciudadano sobre la clase social a la que pertenecía. Son los albores de la revolución conservadora. La gran excepción estaba en el sur de Europa, donde Grecia, Portugal y España protagonizaban la “tercera oleada democratizadora” (Samuel Huntington) y abandonaban sus respectivas dictaduras.
Para muchos ciudadanos comenzaron “los años de plomo”, un concepto acuñado en Italia que define las dos líneas rojas que separan la década mágica de los años setenta: el uso de la violencia con fines revolucionarios, y el paso de un marxismo difuso, hibridado con elementos de otras familias ideológicas, a un marxismo duro, heredado directamente del marxismo-leninismo. La cuestión es hasta qué punto ese terrorismo indiscriminado, que socializó del dolor y que emergió de sectores juveniles y estudiantiles, fue fruto de la derrota del 68 y de una reflexión pos 68 que concluía en la imposibilidad de cambios profundos por vías parlamentarias e institucionales.
En los setenta y dos países sustituyeron a Francia y Checoslovaquia en el imaginario del conflicto: Alemania e Italia. En el primero emergió la Fracción del Ejército Rojo (Baader-Meinhof). Hubo poca vinculación entre los estudiantes que compusieron este grupo y los trabajadores, a pesar del obrerismo marxista teórico de los primeros. Según el historiador Tony Judt, en el balance siniestro de la banda figuran 28 personas asesinadas, 39 heridos y 162 rehenes.
En otoño de 1968 las revueltas se angostaban. Entraba una nueva década. Comenzaba otra época
Fue Italia en donde más se extendió la relación entre una parte muy significativa de la izquierda extraparlamentaria y la lucha armada. Al revés que en Alemania, desde el primer momento una miríada de grupúsculos pretendieron, y en alguna medida lograron, la alianza con una parte de los trabajadores industriales. El terrorismo tenía extensiones en las redes de la guerrilla urbana y en muchas fábricas. El grupo más conocido fue el de las Brigadas Rojas de Renato Curcio, que secuestró y asesinó al ex primer ministro, el democristiano Aldo Moro. El balance del terrorismo en la Italia de esos años fue el de tres políticos, nueve magistrados, 65 policías y unos 300 ciudadanos de otras profesiones asesinados en atentados que fueron de menor a mayor intensidad.
Esto ya no tenía nada que ver con Mayo del 68. Escribe Judt: “En gran parte de Europa occidental, los etéreos teoremas radicales de los sesenta se disiparon sin causar grandes daños. Pero hubo dos países en los que se convirtieron en una psicosis de agresividad que se justificaba a sí misma. Un reducido grupo de antiguos estudiantes radicales, ebrios de su propia interpretación de la dialéctica marxista, se propuso revelar el auténtico rostro de la represiva tolerancia de las democracias occidentales”.
Había comenzado otra época.
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