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Pamplinas
Columna
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Mascotas, compañía limitada

Choupette, mascota de Karl Lagerfeld, en una sesión de fotos para una campaña publicitaria.
Choupette, mascota de Karl Lagerfeld, en una sesión de fotos para una campaña publicitaria.
Martín Caparrós

Nos gusta suponer incondicionales a los animales, nos gusta suponerlos semejantes a nosotros

PULULAN, PROLIFERAN, se propagan: hay perros que reencuentran a su dueño perdido y jubilan con explosión de colas, hay gatos que ven un vídeo de su dueño muerto y yacen sobre la imagen y la acunan, hay perros que dedican a la cámara una sonrisa falsa de quinceañera en selfi, hay gatos que ­nadan en una playa tropical como si el agua no mojara —y todos ellos tienen millones de reproducciones en Twitter. No hay nada —o casi nada— que atraiga más a los 330 millones de usuarios de Twitter, por ejemplo, que ciertos episodios animales.

Alguien, alguna vez, tendrá que explicar esta invasión de bestias: el lugar que ahora tienen. Desde que el hombre es hombre debió vivir rodeado de ellas: le daban leche y carne, calor y tiro, protección y transporte. Eran, hasta hace poco, herramientas: cuando no se las comían, los hombres las usaban para sus necesidades. Pero la mayoría fue reemplazada por máquinas —más eficaces, más fáciles, más limpias— y perdió su trabajo; lo conservan, por ahora, los que serán comida.

Y, al mismo tiempo, la mayoría de los hombres empezaron a vivir en ciudades, alejados de presencias animales. En las ciudades pobres todavía quedan algunos: perros sueltos, gatos extraviados, ratas, cucarachas, moscas, un burro, una gallina, las vacas de la India; en las ciudades ricas, solo los pájaros y otros insectos y la enorme cantidad de perros y gatos cama adentro. Cuyos conchabos evolucionaron igual que el resto de la economía: su trabajo ya no está en la producción, ahora se dedican a servicios; en concreto, el de la compañía.

Cuando dejamos de vivir de los animales nos buscamos animales con los cuales vivir —y son innumerables. A veces, esa superpoblación crea resquemores, como el de ese escritor desaforado desalmado que lamenta que Europa se declare incapaz de recibir a un millón de refugiados pero aloje y alimente a 190 millones de perros y de gatos, y que la FAO lleve décadas pidiendo 30.000 millones de euros por año para solucionar el hambre urgente en todo el mundo cuando el mercado global de las mascotas mueve el triple; por eso, parece, insiste en que debería estar prohibido alimentar animales domésticos mientras no se garantice que todos los hombres del mundo coman lo que deben. Son pamplinas, exageraciones. Pero sí es cierto que nunca tantos hicieron tan poco: acompañarnos.

Ya no hacen de animales; hacen, ahora, de personas raras. Son, en principio, seres queridos que no crean zozobra: dan la ilusión de que dan y no piden nada a cambio. Lo cual se sostendría mucho mejor si no dependieran absolutamente de sus dueños para sobrevivir. Pero nos gusta suponerlos incondicionales: el amor verdadero, sin tanto toma y daca. Y nos gusta creerlos semejantes.

Por eso, supongo, nos regocija ver hacer a un ser animal lo que sería banal si lo hiciera un ser más o menos humano. Quizá nos tranquilice imaginar que los animales también piensan y quieren y saben y nos engañan y se aprenden la tabla del siete y, por lo tanto, todo ese tiempo que nos pasamos con ellos, todo ese dinero que nos gastamos en ellos, todas esas cosas que les contamos, todo ese amor que les facilitamos no caen en saco roto —que es un saco que ya pasó de moda.

Y los miramos y los admiramos y nos babeamos y nos alborozamos. En Twitter, decía, nada nos llama tanto la atención como esos animales; quizá me equivocaba. Hay un par que sí; uno se llama Bergoglio y reina sobre un reino chiquito pretencioso; otro se llama Trump y preside un país de cierta envergadura. Y, cuando tuitean, tienen casi tanto impacto como un perro que le ladra a un espejo, digamos, o un gato panza arriba. 

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