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Carta blanca
Columna
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El peso de los hombros

El autor aragonés siempre ha tenido presente el enigmático consejo que le dio su padre cuando paseaban bajo las sombras de los pinares de Daroca.

QUERIDO PADRE: Te fuiste demasiado pronto. Tú tenías 46 años y yo sólo 14. Demasiado pronto.

Han pasado ya 47 años desde aquel día. Paseábamos por los pinares de Daroca, cogidos de la mano. Era el primer domingo de junio, y la sombra de los pinos mitigaba el calor de los últimos días de primavera. Esa mañana sabías que te ibas a marchar, en dos o tres semanas como mucho. Te lo habían dicho en aquel hospital de Zaragoza unos meses antes. Te explicaron que había una remota, muy remota, posibilidad, si te operaban, pero que las esperanzas eran mínimas.

Decidiste operarte porque querías aferrarte a esa minúscula ilusión. Aunque el maldito tumor era maligno, como los demonios de los relatos góticos, como los espectros de las peores pesadillas.

Sabías que te ibas a marchar pronto, demasiado pronto, y decidiste darme el mejor de los consejos, que entonces me pareció un enigma: “Hijo mío, cuando vayas por la vida, que te pese un hombro igual que el otro”, me dijiste.

Era mediodía en Daroca y caminábamos de la mano por una senda entre los pinos. Al final se alzaban las murallas y el castillo, aquellos muros ante los que tantas veces me habías contado aventuras de moros y cristianos. Sí, ahora sé que algunas de esas historias eran leyendas y que otras te las inventabas para mantener mi asombro y mi emoción de niño. Ahora lo sé, y te lo agradezco porque me hiciste sentir la historia en aquellos paseos por la vida.

Sabías que te ibas a marchar pronto, demasiado pronto, y decidiste darme el mejor de los consejos, que entonces me pareció un enigma

Yo te pregunté que qué significaba esa frase, que no entendía lo del peso de los hombros. Me miraste con tus ojos verdes llenos de brillo, sonreíste a pesar de que ya sabías que te ibas a marchar muy pronto, demasiado pronto, y me contestaste con otra frase que entonces me pareció una invitación para que siempre la recordara, para que nunca olvidara aquella recomendación: “Ya lo entenderás cuando seas mayor”.

Y me hice mayor, deprisa. No tuve más remedio, te habías ido demasiado pronto y crecí sin tenerte a mi lado; aunque siempre, cada día, recordaba aquella frase: “… cuando vayas por la vida que te pese un hombro igual que otro”.

Te fuiste el 20 de junio, el último día de aquella primavera, demasiado pronto.

Recuerdo bien tus últimos días, acostado en aquella cama de nuestra casa que llamábamos “la grande”, donde muchos domingos, bien temprano, mi hermana y yo acudíamos a acostarnos a tu lado y al de madre, para que nos contaras aquellas maravillosas historias de la ciudad medieval de Daroca, la única que está construida al revés que todas las demás, las casas en el fondo del barranco y las murallas en las crestas de los cerros, como si fueran una corona de piedra, ladrillo y barro.

Recuerdo el último día y entendí, cuando tras apretar mi mano con tu postrera energía y sentir cómo se te iba la vida con aquel esfuerzo, que nunca más me contarías historias, que no habría más veranos en Fermoselle, en tu tierra natal zamorana, que ya no pasearíamos por el pinar de Daroca los domingos por la mañana ni tomaríamos chocolate con churros en el casino por las tardes.

Aquel día, aquel maldito día, recordé tu consejo, y entonces me vino a la cabeza una palabra que decías de vez en cuando: “Compromiso”.

¿Sabes?, años después sobre tu lápida gris cayó un rayo y dejó una mancha oscura, como una pincelada abstracta. Madre dijo que habría que cambiar la lápida, pero yo me negué. Me gusta así, marcada por el rayo, pero no hendida. Todavía sigue allí, en el cementerio de Daroca.

Me he hecho mayor y siempre tengo presente aquel consejo tuyo: “Hijo mío, cuando vayas por la vida…”. Y creo que ya he comprendido aquel enigma: “No te tuerzas jamás, no te inclines nunca, camina recto siempre: compromiso”.

Te sigo queriendo, padre. 

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