Creo en Bach
Como legado para sus hijas, el autor repasa algunas de las músicas que llenan su existencia. Del tempestuoso Wagner a la fragilidad de Chet Baker.
MIS QUERIDAS hijas:Estoy escuchando a Bach mientras os escribo porque creo en Bach sin creer en Dios, y porque se me ha ocurrido que, cuando ya no esté con vosotras, quizá os consuelen algunos de los libros que escribí y algunas de las músicas que escuché. Y como los primeros ya los tenéis en casa, he aquí una breve relación de las segundas, para la que sólo dispongo de quinientas palabras pese a que necesitaría cien mil.
Hay todo un universo barroco al que, lo sé, os resultará difícil acceder en la juventud, porque está íntimamente conectado con el horror vacui, y ya sabéis que en la juventud todos somos inmortales. Es demasiado pronto, pero quizá algún día os conmuevan Couperin y Rameau, y el Stabat Mater de Vivaldi, que me llega más que el celebérrimo de Pergolesi, y, sobre todo, ese funesto aria de Purcell, el lamento de Dido.
De Beethoven prefiero la intimidad de sus cuartetos. Y en cuanto a Mozart, tal vez merezca un anatema, pero su ligereza casi nunca me conmueve —ya está, ya lo he dicho—. Aunque Mozart puede ser también demoledor…Os diré que muchas veces Debussy suena como la lluvia, pero casi nunca como la tempestad. Para la tempestad ya tenemos a Wagner, su mar embravecido. Aunque su invierno es demasiado épico para mi gusto y en tales atmósferas prefiero al caminante de Schubert, extraviado en la nieve. Ay, ese último Schubert: en algunos pasajes de su Fantasía para piano a cuatro manos, escrita cuando ya la existencia se le escapaba, uno cree reconocer una crepuscular rebeldía, como si la vida le debiera la oportunidad de despedirse de los placeres del amor.
Shostakóvich me da miedo como Béla Bártok le daba miedo a Ángel González, tal vez porque él mismo tenía mucho miedo y, por esa razón, en su música siempre escucho temblor y golpes de madrugada en una puerta. La mística de Messiaen todavía me desconcierta, aunque reconozco que en su fervor palpita un mundo al que bien valdría la pena al menos una excursión dominical. Escribí todo un libro —El don de la fiebre— para comprender ese fervor. Me llevó cuatro años.
Y luego está el jazz. Acordaos de que compré un tocadiscos sólo para volver a escuchar Kind of Blue en vinilo, y a Bill Evans, y a John Coltrane, y también la fragilidad inmortal de Chet Baker cuando cantaba. Y aún he de mencionar la bossa nova, que es el paraíso de vuestra madre, un paraíso gobernado por Antonio Carlos Jobim, y donde siempre cantan Elis Regina o Gal Costa. Aunque la bossa siempre me recuerda al poeta Eduardo García, al que tanto echamos de menos (incluso me atreví a cantar a dúo con él y espero, Dios lo quiera, que no se conserven documentos sonoros).
Y luego está el rock, y The Beatles, pero ya no me queda casi espacio para contaros mi infancia y mi adolescencia. Así que recordad esto: por encima de todos, Bach. Bach über alles.
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