Lo que dicen las palabras de la memoria histórica
Las políticas sobre el pasado pueden complicarse incluso más que las que elaboran para gestionar el presente
Hace poco Laura Fernández recogía en su columna que publica en las páginas de Cultura de este diario una observación del escritor noruego Karl Ove Knausgård. Durante una visita promocional a Barcelona comentó a propósito de los seis tomos de Mi lucha: “Esta es una obra sobre la memoria y está bien que la memoria mienta y distorsione, porque así es la memoria”. Tiene razón, y lo sabe cada uno de los mortales por propia experiencia. Deformamos lo que nos pasó, olvidamos lo que no terminaba de gustarnos, arreglamos ahí donde consideramos que salíamos desfavorecidos. La memoria es soberana para mentir descaradamente, y no deja de hacerlo en ningún momento. Y, habitualmente, casi siempre sin que ni siquiera nos demos cuenta.
Ahora que el PSOE ha vuelto al Gobierno quiere impulsar una nueva ley de memoria histórica que corrija los defectos de la que puso en marcha en 2007. Ha vuelto a subrayar que, como entonces, la voluntad es de reconciliación. Una de las medidas que ha salido ya a la luz es su plan de sacar los restos de Francisco Franco del Valle de los Caídos. También pretende que sea el Estado el que asuma la localización de las fosas comunes, tiene la voluntad de liquidar esa vergonzosa anomalía democrática que supone la existencia de la Fundación Francisco Franco, procurará terminar de una vez con los restos franquistas que quedan en lugares públicos, quiere anular las condenas que realizaron los tribunales de la dictadura, crear una comisión de la verdad, etcétera. Ojalá que el PSOE, con solo 84 diputados, sepa tejer los acuerdos necesarios para llevar a buen término todas estas iniciativas.
Por puras ganas de hablar, y viendo que este Gobierno ha lanzado el mensaje de que quiere hacer bien las cosas, quizá no sea mal momento para que explique mejor esas palabras que se llevan manejando con una ligereza alarmante. Si la memoria tiene ese vicio tan descarado por mentir, como sostiene Knausgård, y por distorsionar el pasado, ¿qué procedimientos operan en eso que se ha venido llamando memoria histórica? Se entiende que de lo que se trata es de acordarse —colectivamente— del pasado, o algo así, pero la pregunta esencial es quién es el que establece las pautas y quién el que arma el relato. O, por hacerle caso a Knausgård, ¿quién es el que está autorizado a mentir y distorsionar?
No se trata de poner ningún palo en las ruedas de un carruaje que quiere liquidar de una vez los restos que quedan de la dictadura y reparar, en lo que se pueda, a las víctimas de la represión. Pero entrar en el pasado es siempre una tarea complicada, más complicada incluso que lidiar con el presente —y ya ven las que se arman a cada momento—, así que no se debería obrar precipitadamente. Un caso reciente es revelador. El Ayuntamiento de Madrid y el Comisionado de la Memoria Histórica, que creó como órgano asesor, no están de acuerdo en el memorial pensado para la Almudena. Los expertos consideran que no deberían figurar los nombres de las víctimas, porque entre ellos habría que incluir los de varios chequistas, y el Ayuntamiento sostiene que deben estar todos. Es una cuestión delicada y donde hay argumentos muy diferentes. Y es ahí donde podría saltar una duda: ¿tiene un Ayuntamiento en estos temas legitimidad suficiente para tomar una decisión contra la recomendación de los expertos? ¿Y qué ocurriría si el que gobernara fuera de otro signo político?
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